Desde los procesos de independencias en adelante, hemos visto cómo el continente ha vivido auges y caídas en todo nivel. Sin embargo, el opaco momento que vive Chile desde octubre a la fecha es, sin lugar a dudas, uno de los más llamativos de los últimos 40 años. El escudo del país reza “por la razón o la fuerza” y hasta ahora va ganando la segunda. Esperemos que el gobierno del presidente Piñera recuerde que la política se hace para las personas, no para los números.

El 19 de noviembre de 2017, el actual presidente, Sebastián Piñera, acaparaba las miradas de la prensa internacional por llevarse la elección presidencial con un 54,5% de los votos. Bajo el lema “Tiempos mejores”, el candidato de la coalición de centro derecha convenció a los votantes de que sería un gobierno próspero y de crecimiento. A la fecha este eslogan no ha sido más que letra muerta.

Luego de ser investido en marzo de 2018, Piñera recibía un país distinto a su primer mandato. Los estudiantes que protestaban en las calles durante su primer gobierno, hoy formaban parte de la institucionalidad del Estado ganando sus puestos en el Congreso por votación popular, una Reforma Tributaria ambiciosa aprobada por Michelle Bachelet, un crecimiento que no era el óptimo e instituciones de la sociedad civil liderados por partidarios de la oposición (i.e. Colegio Médico, federaciones universitarias, CUT, entre otros).

En este escenario, el presidente asumió y decidió cerrar la nómina de ministros con tecnócratas apegados a números, que en principio hablan por sí solos, y algunos amigos personales sin experiencia en el sector público, más que a la “persona de a pie”. Precisamente, este es uno de los grandes errores que se aprecia a lo largo de su gestión, la desconexión de su círculo de hierro con la población.

En un país donde el 70% de la población gana menos de 650.000 pesos mensuales (alrededor de US$ 829), pero el PIB per cápita roza los US$ 16.000 al año, no todo es lo que parece. Desde el comienzo, los ministros fueron cometiendo diferentes yerros comunicacionales, avivando y molestando al grueso de la población, más allá de lo que pudo ser una simple alza en el transporte público.

Así llegó octubre del año pasado, donde vimos más de 1,2 millones de chilenos en las calles de todo el territorio manifestándose, buscando un Chile más justo, “más digno”. A la fecha, el Gobierno no ha sabido dialogar con la ciudadanía. Fueron meses de manifestaciones donde la clase política en su totalidad se fue cayendo a pedazos, con números de aprobación que hacían prever lo peor para un país que hasta hace poco era considerado un ejemplo para la región y el mundo. ¿El presidente habrá hecho una reflexión del caso? ¿Tendrá hoy una respuesta de cara al llamado “Estallido Social 2.0” que se avecina de la mano del plebiscito y el calendario electoral?

La pandemia del COVID-19 ha sido una segunda oportunidad para una administración en descenso. Las manifestaciones y enfrentamientos se detuvieron de golpe. Nuevamente, el país salió al paso como un ejemplo para el resto del mundo, dejando que los especialistas y tecnócratas se hicieran cargo de la crisis sanitaria. ¿Qué pasó entonces? Se tropezó de nuevo con la misma piedra.

Siguiendo las medidas lideradas por el entonces ministro de salud, Dr. Jaime Mañalich, se comenzaron a implementar las cuarentenas dinámicas y una capacidad de testeo única en la región, dejando entrever un control de la situación. No obstante, la desconexión de quienes lideran el país con su gente dejó como resultado una política pública que en el papel y en los números cumplía, pero no resolvió los problemas de las personas. La administración de Piñera se topó de golpe con un país que no puede vivir quedándose en casa. “Si no salgo no puedo poner pan en la mesa”, decía el testimonio de un ciudadano en los noticiarios. Simplemente no se podía implementar una cuarentena total sin considerar la variable de supervivencia y falta de liquidez en los hogares, tirando por el piso la estrategia de mitigación de la pandemia y al ministro de salud.

Entonces, la pregunta que nos queda es: ¿cómo hará el gobierno para responder a una ciudadanía dividida, un oficialismo disperso y una oposición que va más allá de sus pares políticos? Del Presidente esperamos un liderazgo que parece perdido. Desgraciadamente, ya no nos queda tiempo y el Congreso se ha posicionado como la entidad gobernante, viviendo un parlamentarismo de facto y alcaldes que ganan más y más protagonismo.

Nosotros podemos plantear muchas alternativas, pero tiene que ser él quien tome las decisiones. Quizás, uno de los caminos sea abrir el diálogo con la ciudadanía y las organizaciones sociales que han brotado en este tiempo, invitarlos a conversar a La Moneda. También, recordar que los alcaldes tienen mucho que decir y acercarse a ellos le dará una muestra real de las necesidades de las personas. Son precisamente los tiempos de crisis donde esperamos ver brillar a quien dirige la Nación, una personalidad que hoy está opaca.