Siempre pensé que el Canal de Panamá era una vía entre el Pacífico y el Atlántico, creada artificialmente, por donde pasaban barcos. Nada complicado. Pero en mi primer encuentro con este paso interoceánico un hecho clave cambia toda mi perspectiva: ambos océanos nunca se juntan directamente.

Mediante compuertas el agua del Canal sube y baja mecánicamente en relación al nivel del mar. Esto para transitar por sobre las montañas del centro del país, donde ahora hay un lago artificial, con las cumbres convertidas en islas. Si se abriesen las compuertas del lago para unir ambos océanos habría inundaciones, anegamientos, desastres. Unir Oriente y Occidente no es tan fácil como parece.

Es una noche calurosa y húmeda y observo cómo el país centroamericano trabaja las 24 horas en torno al intercambio de mercancías que pasan por su Canal, una especie de gran cinta transportadora donde el este y el oeste negocian, debaten y se confunden. Donde Estados Unidos y China son los mayores usuarios.

Me pregunto qué van a cantar los panameños en los nuevos buses con aire acondicionado. Unir el pasado y el futuro no es tan fácil como parece.

Panamá pasa por un gran momento macroeconómico, con “10,6% de crecimiento en 2011”, según me comentó el Ministro de Comercio e Industrias. Este avance se percibe en el movimiento que muestran las calles, con gran congestión vehicular, el primer metrotren del país en construcción y un nuevo sistema de autobuses que convive con al antiguo, en espera de reemplazarlo por completo.

Unas horas antes de mi encuentro con el Canal, estoy en el centro de la capital panameña donde estos dos sistemas de transporte compiten por la clientela. Por una parte, está el nuevo sistema implementado en marzo pasado. El pasaje se paga con tarjeta magnética y cada vehículo tiene climatización para resistir la calurosa capital. Como no tengo esa tarjeta, cuento los centavos de dólar en el bolsillo para tomar el otro sistema de transporte, el antiguo, el tradicional. Los Diablos Rojos.

En la parada de buses un inmigrante cubano me comenta “no tomes ese, va muy lleno y se ve peligroso”. Espero el siguiente que pasa, que me parece igual al anterior (con el asistente del chofer gritando los destinos) y pago los 30 centavos de dólar que cuesta el viaje.

Los Diablos Rojos son autobuses escolares de EE.UU. dados de baja, que terminan acá con la carrocería pintada en colores intensos y contrastantes. Como los buses hippies de los 60, pero con un sincretismo latinoamericano en los motivos: la Virgen María convive con mujeres en bikini; el perro Patán de Hanna-Barbera con héroes de la lucha libre; frases como “víctima de tu belleza” al lado de “pongo mi confianza en Dios”. Dentro, miro el tapiz de rojo chillón, las plumas de aves exóticas y las estampitas de santos y pienso que, al lado de estos, los taxis de Almodóvar son sobrios.

El bus va con música de salsa a volumen de discoteca; “este es un amor prohibido,” entona una voz con mucho ritmo. La mayoría de la gente canta, se saben la canción. Yo voy a apretado en al asiento para dos. De pronto sube una señora con traje de enfermera y me dice “permiso”, le dejo pasar y se sienta en medio, ahora somos tres en el asiento y esa es la regla. La enfermera saca su set de maquillaje, se arregla un poco y se pone a cantar como todos los demás. Por un momento me pregunto si acaso tengo que cantar también.

Volviendo a mi encuentro con el Canal, un empleado del lugar me comenta que lo están ampliando, con dosvías nuevas que se estrenarán en 2014 para la celebración de sus 100 años. Cuando le comento que conocí los Diablos Rojos se larga a reír entre divertido y avergonzado. “Por suerte ya no van a atropellar más gente”, me dice sobre estos vehículos y sus conductores. “Eres afortunado, conociste algo histórico. Si vuelves en un par de años ya no van a existir”.

Me pregunto qué van a cantar los panameños en los nuevos buses con aire acondicionado. Unir el pasado y el futuro no es tan fácil como parece.