Milicos, tombos o, simplemente, militares: los ejércitos han vuelto a las calles en América Latina a raíz de las protestas que sacuden el continente desde hace meses, una presencia muy preocupante, debido al largo historial de golpes de Estado y actos represivos que vivió la región a manos de los cuerpos castrenses. Los uniformados, que se habían replegado a los cuarteles y a las operaciones defensivas, ahora ganan terreno espoleados por la inseguridad y la debilidad de los gobiernos. Y lo peor es que están llegando al interior de las instituciones democráticas.

Con estupor y alarma, muchos vimos las recientes imágenes de las acciones realizadas por el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, quien ingresó al Salón Azul de la Asamblea Legislativa acompañado por efectivos militares y policiales. Con esa acción, el gobernante buscaba hacer presión para que los diputados aprobaran un préstamo de 109 millones de dólares que servirían para financiar la fase III del Plan de Control Territorial. En un país donde el Ejército, con sus excesos, formó parte protagónica de una guerra en la que murieron más de 75.000 personas, un gesto así puede desencadenar consecuencias impredecibles.

El presidente más joven de la historia salvadoreña ha cometido un error de incalculables proporciones al haber permitido y aupado que las botas militares entraran a un recinto parlamentario. Con esa irrupción no solo lastimó la imperfecta democracia del país centroamericano, sino que también violó uno de los principios básicos de los estados modernos: la separación de poderes. Su actuación demostró que no basta el carisma, el uso exitoso de las redes sociales ni hacer uso de un lenguaje moderno para gobernar un país, porque uno de los componentes esenciales de cualquier buen estadista debe ser liderar una nación desde la conciliación, el diálogo con todas las partes y a partir de la capacidad de alcanzar consensos.

Entre el joven que se tomaba un simpático selfie en la Asamblea General de Naciones Unidas y el presidente que llevó a los militares a la Asamblea Legislativa parece haber un abismo de distancia, pero están muy cerca. En ambos momentos ha quedado en evidencia la egolatría del mandatario, un excesivo mirarse a sí mismo que en algunos casos puede arrancar una sonrisa -como al usar su teléfono móvil en la sobria tribuna de la ONU- pero que en otros genera actitudes muy preocupantes. El culto o adoración a sí mismo le ha tendido una trampa a Bukele, que creyó que el pueblo y la comunidad internacional en masa iban a aplaudir su decisión.

Arrobado por algunos logros de su mandato y ensimismado en la cantidad de "Me gusta" de sus mensajes en Twitter, el político salvadoreño creyó que podía hacer cualquier cosa y solo conseguiría aplausos y gestos de aprobación. Pero se equivocó...

Arrobado por algunos logros de su mandato y ensimismado en la cantidad de "Me gusta" de sus mensajes en Twitter, el político salvadoreño creyó que podía hacer cualquier cosa y solo conseguiría aplausos y gestos de aprobación. Pero se equivocó, porque tocó una fibra muy sensible que recorre todo el continente y desató los temores de un regreso de las armas a los parlamentos, de los generales a los palacios y del "ordeno y mando" a los espacios legislativos.