La inteligencia, el esfuerzo y la capacidad existen por igual en todo el mundo, pero la inversión y las oportunidades, no. Para concretar las promesas del siglo XXI, debemos ampliar el círculo de oportunidades de modo que cada persona -en cada país- pueda tener éxito, con sistemas, infraestructura y redes que posibiliten el crecimiento. Cuando las personas toman el control de su propio destino, tienen algo a lo que aspirar cada día y comprenden mejor qué objetivos son posibles. Las sociedades se vuelven más estables y la labor de la comunidad deayuda internacional pasa de ser una obra filantrópica a un trabajo compartido.

Nuestro mundo es hoy más interdependiente que nunca, y nuestra eficacia como ciudadanos mundiales será juzgada por lo que hagamos para crear un entorno que permita a todos lograr mejores resultados y progresar.

La buena noticia es que podemos hacer algo, mucho o poco, para promover las oportunidades. Las políticas públicas inteligentes, como el programa Bolsa Família de Brasil, que paga a las familias por enviar sus hijos a la escuela y someterse a exámenes médicos anuales, han demostrado que los países pueden reducir la desigualdad del ingreso al tiempo que hacen crecer sus economías. Las empresas están más conscientes de que sus ventas aumentan cuando las sociedades y los mercados son fuertes y comienzan a integrar cada vez más el bien público dentro de sus modelos de negocios. En los últimos años, el número de organizaciones no gubernamentales (ONG) que actúan en diversos lugares del mundo ha crecido exponencialmente, y hoy la tecnología permite que millones de personas donen pequeñas sumas por mensajes de texto o Internet, democratizando como nunca antes la beneficencia y transformando la labor de las ONG.

Si las ONG, las empresas y los gobiernos pueden trabajar mancomunadamente de manera creativa, podemos ayudar a las personas de todo el mundo a vivir en dignidad. Todos podemos ser ciudadanos mundiales eficaces.

Estamos logrando los mayores avances en lugares donde la gente ha formado redes de cooperación creativa, donde los gobiernos, las empresas y la sociedad civil se han congregado para hacer las cosas mejor, más rápido y con menos costos que si cada uno de ellos actuara por su cuenta. A esto apunta la Iniciativa Mundial Clinton (CGI, por sus siglas en inglés), que se reúne desde 2005 en Nueva York cada septiembre, en una fecha cercana a la Asamblea General de la ONU. Convocamos a personas de todo el mundo -jefes de Estado, dirigentes empresariales, filántropos y líderes no gubernamentales— y les pedimos que asuman un compromiso concreto para resolver alguno de los problemas más apremiantes que afronta el mundo.

A través de un vigoroso debate, dirigentes de diversos sectores forjan alianzas y desarrollan soluciones innovadoras para nuestros desafíos actuales. Por ejemplo, durante los últimos dos años Coca-Cola ha puesto sus conocimientos sobre gestión de cadenas de suministro al servicio del Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria. Juntos han encontrado mejores formas de obtener fármacos e insumos médicos vitales, y en nuestra reunión de septiembre pasado anunciaron que se ampliaría el alcance del proyecto. Gap, Inc., está trabajando con un equipo de ONG en un programa de realización personal y perfeccionamiento profesional para empoderar a las trabajadoras de la industria del vestido mediante la capacitación técnica. El programa se inició en India y ha tenido tanto éxito que los socios han comenzado a aplicarlo en Bangladesh, Camboya y Vietnam.

En ocho años de reuniones de la CGI, nuestros miembros han asumido más de 2.300 compromisos en una variada serie de temas, como reducir la pobreza, crear oportunidades educativas, resolver conflictos y promover la tecnología verde, para nombrar solo unos pocos. Esos compromisos han mejorado la vida de más de 400 millones de personas en más de 180 países, y una vez que estén plenamente financiados e implementados totalizarán más de US$73.100 millones. Nuestros miembros siguen demostrando cuánto podemos lograr trabajando juntos, y ayudan a resolver el “cómo”, es decir, cómo podemos transformar las buenas intenciones en mejoras reales de la vida de la gente.

A través de los años, he comprobado que las ONG, a través de redes de cooperación creativa, están en condiciones únicas de responder esa pregunta. Ellas suelen evaluarse a sí mismas según los beneficios humanos que generan a largo plazo, algo que les permite tomar riesgos e idear soluciones eficaces, que pueden ampliar elevándolas a nivel de gobierno y del sector privado. Y las mejores ONG son las que conciben proyectos desde el principio con el propósito de trabajar hasta volverse prescindibles, empoderando a los ciudadanos para que tomen luego las riendas sin depender de donaciones externas.

Aprendí de primera mano, poco después de dejar mi cargo, la importancia de preguntarnos ¿cómo? Durante mis 30 años de actividad política, debatíamos básicamente solo dos preguntas: ¿qué vamos a hacer? y ¿cuánto dinero gastaremos para hacerlo? Cuando mi fundación fue convocada para ayudar a resolver la crisis del SIDA en 2002, rápidamente pude comprobar cuán flexibles son las ONG para abordar los problemas mundiales.

En ese momento, solo 230.000 personas del mundo desarrollado recibían tratamiento contra el VIH/SIDA porque los precios de los fármacos antirretrovirales eran prohibitivos. No eran tan caros solo por sus costos de producción: los fabricantes tenían que incorporar preventivamente un alto margen de ganancia porque el pago de los países de bajo ingreso era incierto. En esa época, era la única forma en que podían seguir operando.

Pensé que si podíamos reunir suficientes donantes para garantizar el pago puntual, podríamos persuadir a los laboratorios a adoptar un modelo de negocios de alto volumen y bajos márgenes. Mi fundación se contactó entonces con los gobiernos más ricos para ayudar a comprar medicamentos genéricos para los países en desarrollo que me habían solicitado asistencia, y pudimos lograr que varios países -encabezados por Irlanda y Canadá- se comprometieran a colaborar.

Nuestro equipo, dirigido por Ira Magaziner, se reunió con los laboratorios para decirles que ganarían más dinero si bajaban los precios. Les prometí que, si estábamos equivocados, modificaríamos los contratos para que no sufrieran pérdidas. Ellos accedieron, y hoy más de 8 millones de personas en países en desarrollo reciben un tratamiento que les salva la vida a un costo mucho más bajo, más de la mitad según los contratos que negociamos. Las empresas farmacéuticas lograron mejores utilidades y pudieron armonizar sus intereses financieros con nuestros intereses sociales, y todos resultamos ganadores.

Esta experiencia me mostró el poder que tienen las ONG para ampliar y organizar los mercados en forma tal de permitir que las personas se ayuden a sí mismas. Mi fundación puso en práctica esta idea en las regiones rurales más pobres de África, cuyos habitantes tienen las habilidades y la voluntad para trabajar con éxito, pero carecen de las herramientas para hacerlo.Nuestro proyecto Anchor Farm, en Malawi, es un gran establecimiento agrícola que trabaja en asociación con miles de pequeños agricultores cercanos para que estos puedan comprar semillas y fertilizantes a precios a granel. También proveemos acceso directo al mercado: la mayoría de los agricultores no poseen una carreta, mucho menos un automóvil, de modo que a menudo deben pagar a un intermediario alrededor de la mitad de su ingreso anual solo para transportar sus cosechas.

Los resultados han sido extraordinarios. Esos agricultores minifundistas están obteniendo mejores rendimientos y, en promedio, han quintuplicado sus ingresos. Están forjando su propio camino para salir de la pobreza con un sistema sostenible.

Este modelo, si se amplía a una escala mayor, tiene el potencial de mejorar notablemente la calidad de vida en los países en desarrollo agrícolas. Puede ayudar a los gobiernos a usar sus valiosas tierras cultivables para incrementar la seguridad alimentaria, reducir la dependencia de las importaciones, aprovechar las oportunidades de exportación y aumentar la productividad y el ingreso de los agricultores. Esto significa que los países pueden comenzar a desarrollar la capacidad que necesitan para concretar logros sin la ayuda extranjera.

Un enfoque similar basado en el mercado puede resolver distintos desafíos. En Colombia, mi fundación trabaja en varios programas con el filántropo canadiense Frank Giustra, que tras una exitosa carrera en la industria minera en América Latina, se ha dedicado a empoderar a las comunidades de la región. Ayudamos a los pequeños comerciantes locales a participar en los beneficios de la exitosa industria turística poniéndolos en contacto con grandes hoteles de lujo. Hemos iniciado el primer programa de certificación de competencias laborales para obreros de la construcción, que ya ha brindado capacitación gratuita in situ a más de 5.000 personas. Hemos trabajado con la Fundación Pies Descalzos, de Shakira, para proporcionar comida nutritiva, formación vocacional y educación a más de 4.000 estudiantes en toda Colombia.

Frank y yo también hemos acordado con la Fundación Carlos Slim crear un fondo de inversión de US$20 millones para asistir a las empresas pequeñas y medianas en la expansión de sus operaciones. Estas emplean alrededor del 30% de la fuerza laboral de Colombia, pero tienen escaso acceso a los mercados de capitales. En Haití hemos establecido un fondo similar para ayudar a las pequeñas y medianas empresas a superar obstáculos de larga data que impiden su crecimiento, agravados por el devastador terremoto de 2010. Estos dos fondos invierten en empresas cuidadosamente seleccionadas que, como los pequeños agricultores de Malawi, tienen gran potencial para ser exitosas una vez que se les da la oportunidad de superar las desventajas de la pobreza y la geografía mediante una asistencia focalizada.

En el mundo interdependiente de hoy, a todos nos incumbe ayudar a otros a alcanzar el éxito. Cuando miro el mundo que nos rodea, estoy convencido de que las fuerzas positivas de nuestra interdependencia derrotarán a las negativas.

Me siento optimista cuando veo que bajan las tasas de mortalidad provocada por el sida, la tuberculosis y la malaria. Me siento optimista cuando veo que en las comunidades pobres hay más niñas escolarizadas que nunca. Me siento optimista cuando veo ONG como Socios en la Salud (Partners in Health), la Fundación Bill y Melinda Gates y la Fundación StarkeyHearing mejorar la vida de la gente. Me siento optimista cuando veo que grandes empresas como Procter & Gamble, Walmart y Deutsche Bank concilian sus intereses financieros con nuestros intereses sociales, y comparten sus conocimientos con la sociedad civil. Me siento optimista cuando veo que países como Irlanda, Noruega y el Reino Unido mantienen generosamente sus presupuestos para programas de ayuda externa en medio de la debilidad económica mundial.

Como explica el biólogo Edward O. Wilson en The Social Conquest of Earth, las especies más exitosas del planeta son aquellas cuyos individuos son grandes cooperadores: hormigas, abejas, termitas y humanos. Los seres humanos tenemos tanto las ventajas como las desventajas propias de nuestra conciencia psíquica y moral. Somos capaces de autodestruirnos, pero poseemos una asombrosa capacidad para superar las adversidades y aprovechar las oportunidades cuando optamos por la cooperación en vez del conflicto.

Tomamos las mejores decisiones cuando hablamos con personas que saben cosas que nosotros ignoramos y comprenden las cosas de manera diferente. Si las ONG, las empresas y los gobiernos pueden trabajar mancomunadamente de manera creativa, podemos ayudar a las personas de todo el mundo a vivir en dignidad. Todos podemos ser ciudadanos mundiales eficaces.

*Esta columna fue publicada originalmente en la revista Finanzas & Desarrollo del FMI.