El denominado Grupo de Lima tuvo un origen encomiable: ante el régimen autoritario y represivo instaurado en Venezuela, buscaba tomar distancia tanto de la inoperancia de la Organización de Estados Americanos (OEA) (que no contaba con la mayoría necesaria para aplicar la Carta Democrática Interamericana), como de la belicosidad de Donald Trump (que aplicaba sanciones que hacían más daño a la población que al régimen, y que no descartaba el uso de la fuerza). Sin embargo, con lo que algunos dieron en denominar (equivocadamente), el “giro a la derecha” en la región, eso comenzó a cambiar. Al punto que el 24 de marzo pasado el gobierno de la Argentina oficializó su retiro del Grupo, alegando que sus acciones “no han conducido a nada”.

Aunque tiendo a coincidir con ese diagnóstico, este artículo se centrará en un aspecto poco tratado del Grupo de Lima: el hecho de que, para una organización creada para promover la democracia y los derechos humanos, incurre en el pecado bíblico de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. En Ecuador, por ejemplo, el “Informe de la Comisión Especial para la Verdad y la Justicia respecto de los hechos ocurridos en Ecuador entre el 3 y el 16 de octubre de 2019” (publicado por la Defensoría del Pueblo), concluye que el actual gobierno “violentó gravemente los derechos a la vida, a la integridad física, psicológica y sexual, y a la libertad personal”. Además, lo ocurrido tiene un impacto directo sobre el derecho a la libre expresión, a la protesta pacífica y a la resistencia. En Colombia la Jurisdicción Especial para la Paz (creada por el propio gobierno nacional para investigar los crímenes cometidos durante la guerra interna) concluye que solo entre 2002 y 2008 las fuerzas del orden asesinaron 6.402 civiles inocentes dentro del caso de los denominados “falsos positivos”: es decir, el asesinato de personas al azar para hacerlas pasar por terroristas muertos en combate y, a cambio, los militares al mando de las unidades ejecutoras obtenían diversas formas de compensación. El propio expresidente Juan Manuel Santos reconoce en su libro “La Batalla por la Paz” que ese esquema terminó por “convertirse en un incentivo perverso que algunas personas sin moral utilizaron para beneficiarse”. Lo que no hacen ni él (que fue ministro de defensa durante parte de ese período), ni el entonces presidente, Álvaro Uribe, es explicar quién ideo semejante plan.

Si cree que, cuando menos, esos gobiernos surgieron de elecciones legítimas, respondería que ese no fue el caso de algunos integrantes del Grupo de Lima: Bolivia y Honduras. Bolivia se incorporó al Grupo de Lima bajo la presidencia interina de Jeanine Añez, es decir, un gobierno que (como sustenté en un artículo anterior) surgió de un golpe de Estado y que en la víspera había perpetrado cuatro masacres en las que murieron 37 manifestantes. El gobierno hondureño, a su vez, permaneció en el Grupo de Lima bajo la presidencia de Juan Orlando Hernández pese a que la propia Misión de Observación Electoral de la OEA concluyó que, en su elección “el cúmulo de irregularidades y deficiencias son tales que no permiten tener plena certeza sobre el resultado”. Al recibir el informe, el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, pidió que “ante la imposibilidad de determinar un ganador, el único camino posible para que el vencedor sea el pueblo de Honduras es un nuevo llamado a elecciones generales”. Dicho sea de paso, Hernández viene siendo investigado por narcotráfico por un fiscal de Nueva York, y su hermano y correligionario, Juan Antonio Hernández, fue declarado culpable de narcotráfico por una corte estadounidense.  

Mención aparte merecen algunos candidatos conservadores peruanos que, como Daniel Salaverry o Rafael López Aliaga, un día pueden denunciar la atroz dictadura instaurada en Venezuela y al día siguiente pelean por establecer cuál de ellos expulsaría más venezolanos de ser elegido presidente.