Hace pocas semanas terminó en Chile una de las series televisivas más exitosas, en términos de puntos de rating, de lo que va del 2013: “El Patrón del Mal”, la que se basa en la vida del narcotraficante latinoamericano más controvertido y famoso, Pablo Escobar. Si bien su figura causó en su época más rechazo que aceptación, extraña la popularidad que alcanzó en Colombia con los años este hombre, quien reconoció haber cobrado la vida de 5.000 compatriotas. Pero más raro aún es que despierte fuertes simpatías hoy, no sólo en mi país, ¡sino en Chile!, donde vivo actualmente.

La particular acogida de su figura, a través del personaje de la serie televisiva, protagonizado por el actor Andrés Parra, ha creado una representación popular y mediática por el impacto de comerciales radiales y de televisión, álbumes de figuritas que recrean la historia de Escobar, diversos souvenirs y hasta el gusto y uso entre chicos y grandes de su jerga y sus muletillas, las que afloran en las conversaciones cotidianas. Que eso haya sucedido en Medellín meses atrás es apenas explicable. Ésa era su tierra y allí logró construir en muchos sectores populares la imagen casi de un santo, forjada a punta de dádivas y favores. Pero que esto genere fenómenos mediáticos en Santiago de Chile, me sorprende y me incita como sociólogo y colombiano a lanzar algunas hipótesis.

Este «héroe» popular encarna y se liga perfectamente con la mentalidad de amplios sectores sociales chilenos, colombianos y latinoamericanos, quienes hoy confían en que el éxito económico y social depende de la alta competitividad individual construida a punta de esfuerzo, riesgo, coraje, e incluso con la capacidad de perder los escrúpulos.

Los primeros capítulos de una serie de televisión deciden la fuerza y enganche que tendrá el programa. “El Patrón del Mal” no es ajeno a esa estrategia, ya que sus ocho primeros capítulos, qué duda cabe, atrapan al televidente. En este caso particular, allí se consolida el personaje, nos muestra dónde crece, qué hace de pequeño, quiénes son sus padres, hermanos y primos, a qué juega. Este inicio recrea cuadros históricos y biográficos del bandido, quien para sorpresa del televidente, no se trata de un ser olvidado ni marginal, ni abusado, ni torturado, como muchos ingenuamente creen que son los orígenes de los criminales. La vida de “Pablo”, como se le nombra en Colombia, transcurre en apariencia tranquila, es un hijo de la clase media, con un padre y una madre ejemplar, que van a misa y son trabajadores.

Pero con mucha sutileza -y esa es una de las fortalezas de la serie- podemos ver cómo los valores de la sociedad que se consolida en Colombia en la década de los 90 comienzan a ser encarnados por el personaje. Principalmente el valor del éxito económico de los sujetos, que en nuestro tiempo ya no depende de la organización colectiva del trabajo, sino del potencial individual que cada uno disponga en materia de capital económico, social y simbólico. Algo que parece obvio (el éxito individual asociado a la personalidad), pero que no muy atrás no era para nada claro, pues las metas, incluso empresariales, eran constructos colectivos.

En esa línea valórica, la serie muestra cómo la madre de Escobar inculca esos valores. La lógica del vivo, el ganador, por encima del perdedor, en síntesis, el «verraco» que hoy los televidentes chilenos pronuncian con orgullo y con una mueca de picardía. Es que no hay lugar para los frágiles, porque el patrón a seguir es el de los listos y los que triunfan bajo esa fórmula; la de quienes son «verracos» en la vida.

Y esta fórmula del éxito no está desplegada sólo en el escenario discursivo donde se forma Pablo, también se va materializando en prácticas que pueden tranquilamente derivar en un emprendimiento económico legal o, bien, en uno ilegal. Al fin y al cabo, ambos despojados de toda moral, son negocios. En el caso del narcotráfico, se trata de un negocio tempranamente exitoso y ciertamente muy lucrativo, que permitió a sus socios imaginar que por esta vía se escalaba no sólo económica, sino socialmente. 

Visto así, este «héroe» popular encarna y se liga perfectamente con la mentalidad de amplios sectores sociales chilenos, colombianos y latinoamericanos, quienes hoy confían en que el éxito económico y social depende de la alta competitividad individual construida a punta de esfuerzo, riesgo, coraje, e incluso con la capacidad de perder los escrúpulos.

Estas ideas se ilustran bien en la jerga joven popular chilena, porque si de atracción por el habla se trata, los chilenos no se quedan atrás de los colombianos. Dicta el refrán: “hay que ser más Vivaldi y menos Pavarotti, o sino… Tchaikovski”.