En ocasiones anteriores sugerimos que, en lo que va del siglo XXI, no hubo giros ideológicos en América Latina y el Caribe ni a diestra ni a siniestra. Lo que tuvimos, si acaso, fueron giros contra el oficialismo allí donde una masa crítica de electores desaprobaba la gestión gubernamental. Y lo ocurrido en la región desde 2014 reforzaría esa hipótesis.    

A partir de 2014 América Latina y el Caribe padeció tres shocks externos. El primero fue el fin, entre 2013 y 2014, del súper-ciclo de altos precios para las materias primas que exportamos. Esa es la principal razón por la que, a fines de 2019, la CEPAL publicó un informe cuya conclusión se nos revela desde el título: “El período 2014-2020 sería el de menor crecimiento para las economías de América Latina y el Caribe en las últimas siete décadas”.

Dado que antecedió al segundo shock externo (la pandemia del COVID-19), ese pronóstico resultó ser optimista. La CEPAL proyectaba para 2020 un crecimiento regional de 1,3%: según el FMI, mientras la economía mundial se contrajo en un 3% durante ese año la economía de nuestra región se contrajo en un 7%. No sólo tuvimos una caída en la economía que fue más del doble que el promedio mundial, tuvimos además el mayor nivel de muertes excedentes como proporción de la población. Es decir, ninguna región padeció la experiencia traumática de la pandemia en mayor proporción que nosotros.

El tercer shock externo es la inflación internacional. Aunque el alza en el precio de bienes y servicios podría ser temporal. Ese sería el caso en tanto esa alza sea producto de un crecimiento súbito en la demanda tanto por la recuperación de la economía mundial como por la menor incidencia de medidas de distanciamiento social, así como de problemas logísticos coyunturales (aunque esa es una hipótesis pendiente de comprobación).

A esos shocks externos habría que sumar a partir de 2016 otro de nuestra propia cosecha: el estallido del caso Lava Jato. Es decir, el mayor escándalo de corrupción que jamás se haya registrado en la región, y en el que la mayor entre las empresas involucradas (Odebrecht), reconoció el pago de US$ 788 millones en sobornos a funcionarios de 12 países.       

Súmele a ello el papel del internet en reducir el costo de organizar protestas (aunque no baste para sostenerlas en el tiempo), y podríamos concluir que no se requiere de teorías conspirativas para explicar por qué, de un tiempo a esta parte, hay protestas significativas tanto contra gobiernos de derecha como de izquierda, y tanto contra regímenes democráticos como dictatoriales. De hecho, algo que, como las cuarentenas, redujo durante un tiempo la incidencia de movilizaciones de protesta, terminó siendo una razón más para protestar.      

Por ejemplo, una investigación de Daniela Barbieri, Javier Cachés y Augusto Reina en 17 países (la mayoría en nuestra región), encuentra una relación entre la incidencia de la pandemia y la aprobación presidencial. Aunque con grandes diferencias entre los casos, mientras en abril de 2020, en promedio, la aprobación era de 53%, esa cifra cae a un mínimo de 38,3% en mayo de 2021. Sin embargo, a medida que se recupera la economía y avanza la vacunación (y, con esta, la reducción en los contagios, hospitalizaciones y muertes por COVID), se produce un ligero crecimiento en la aprobación presidencial: el promedio sube hasta un 42% en agosto. 

Claro, el incremento en la aprobación presidencial no es la única variable que explica el desempeño electoral del oficialismo. E incluso, en la medida en que lo explique, sería demasiado poco y demasiado tarde para los gobiernos de nuestra región que enfrentaban elecciones este mes (Argentina y Chile). Pero, como decíamos, el castigo electoral sería contra el oficialismo, sea este de izquierda (Fernández en Argentina) o de derecha (Piñera en Chile).