El triunfo de Francois Hollande en la elección por la presidencia de Francia ha hecho que el debate sotto voce en torno a la pertinencia de las políticas de austeridad en la euro zona cobre carta de ciudadanía. Se trata de un debate que estaba ya en curso en el ámbito de la teoría económica. De un lado, los partidarios de la austeridad se remiten a dos estudios en coautoría de Alberto Alesina. Según este, en el pasado las políticas de austeridad fiscal basadas en la reducción del gasto tendieron a producir crecimiento en países ricos, incluso en el corto plazo. Pero luego un estudio aparecido en el “World Economic Outlook” del FMI para 2010 cuestiona el criterio empleado en el segundo de esos estudios (en coautoría con Silvia Ardagna), para definir la austeridad fiscal. Empleando una definición que consideran más pertinente, los autores del estudio del FMI encuentran que la relación entre austeridad fiscal y crecimiento económico es más bien inversa (es decir, a mayor austeridad menor crecimiento).

La razón que esgrime Alesina para explicar la presunta relación positiva entre austeridad y crecimiento es el efecto que una reducción sostenida del déficit fiscal tendría sobre las expectativas de los agentes privados: la señal que esta envía es que el nivel de endeudamiento público estará dentro de límites manejables en el futuro, y por ende el Estado no necesitará elevar los impuestos para financiarlo. En ese contexto, los agentes privados dedicarían una proporción mayor de sus ingresos al consumo y la inversión.

Lo esencial de este debate tuvo lugar hasta mediados de 2010, es decir, el momento a partir  durante el cual la mayoría de países de la Unión Europea (incluyendo países que no pertenecen a la Eurozona, como Gran Bretaña), adoptaron la parte más onerosa de sus programas de austeridad. Y la evidencia acumulada desde entonces (tanto anecdótica como empírica), indica que esos programas han tenido un efecto recesivo. En el ámbito de lo anecdótico tenemos la confesión de Robert Perotti. Como coautor de Alesina en un estudio de 1995 confiesa haber contribuido a diseminar la idea de que las políticas de austeridad fiscal promueven el crecimiento. Cuando ahora se le consulta si aún cree en esa idea, sentencia socráticamente: “la respuesta honesta a esa pregunta es que no tenemos la menor idea”.

De lo que sí tenemos idea cabal es del hecho de que las políticas de austeridad en la Eurozona están asociadas en el corto plazo a una caída significativa en la producción. Martin Wolf (columnista principal del diario “Financial Times”), calcula que por cada punto porcentual del PBI en que se reduce el déficit fiscal (controlando por efectos cíclicos), se reduce en 1,5% la tasa de crecimiento del PBI respecto a su nivel de 2008 (es decir, el año en el que se inició la “Gran Recesión”). Por su parte, Christina Romer (quien también fuera jefe del equipo de asesores económicos de Obama), tras revisar diversos estudios, sostiene que la evidencia es concluyente: el estímulo fiscal promueve el crecimiento, la austeridad fiscal lo reduce (al menos en el corto plazo).

La única alternativa plausible sería una negociación en la zona euro que permita una eventual reducción de la deuda pública, pero con una economía en crecimiento. Pero claro, ponerse de acuerdo en promover el crecimiento es como ponerse de acuerdo en promover la paz universal: es difícil en principio estar en desacuerdo con el objetivo, pero es aún más difícil estar de acuerdo en lo que se requiere hacer para conseguirlo.

El corolario es que si las políticas de austeridad son recesivas, tampoco cumplirían su otro propósito: reducir el déficit fiscal y la deuda pública como proporción del producto. En primer lugar, porque aunque el déficit y la deuda disminuyan en términos absolutos, no lo harán como proporción del producto si este disminuye tanto o más que aquellos. En segundo lugar, porque la recesión afecta la capacidad de recaudación tributaria del Estado, por lo cual es probable que el déficit fiscal y la deuda pública ni siquiera disminuyan en términos absolutos. Como señaló Standard and Poor’s al explicar las razones por las que rebajó la calificación de la deuda pública de Francia, “La sola austeridad corre el riesgo de ser contraproducente, en la medida en que caiga la demanda en línea con la preocupación de los consumidores sobre su seguridad en el trabajo y su ingreso disponible, erosionando la recaudación tributaria”. No sería por ende casual que las tasas de interés de los bonos soberanos de España e Italia se redujeran temporalmente no como consecuencia de las políticas de austeridad, sino como consecuencia de una inyección de liquidez por parte del Banco Central Europeo (y volvieran a subir cuando esa inyección de liquidez dejó de surtir efecto). O que Estados que no aplicaron políticas de austeridad equivalentes como Japón y Estados Unidos, paguen sobre los bonos que emiten a largo plazo tasas de interés menores a uno y dos por ciento respectivamente.

Es cierto que, además de un alto endeudamiento público, las economías de la Europa mediterránea padecen también de bajos niveles de productividad. Pero las reformas que se les recomienda adoptar para lidiar con ese problema sólo tendrían efecto sobre el crecimiento en el mediano plazo. Y si algunas de esas reformas (por ejemplo, la reducción en las prestaciones laborales), no fueron adoptadas en los períodos de bonanza, las recientes elecciones en Grecia sugieren que serán aún más difíciles de adoptar en economías en proceso de implosión.

Ahora bien, incluso si Alesina tuviera razón, dos de los mecanismos a través los cuales la austeridad fiscal elevaría el crecimiento no están disponibles hoy en la Eurozona. El primero es que, al interpretar esa política como un compromiso serio con la prudencia fiscal, el Banco Central sería más proclive a reducir las tasas de interés bajo su control, o a compensar el efecto recesivo de la austeridad con una política monetaria expansiva. Ello a su vez provocaría una devaluación del tipo de cambio, promoviendo la competitividad de las exportaciones. Pero las tasas de interés en la Eurozona son ya bastante bajas, y el Banco Central Europeo (que a diferencia de la Reserva Federal estadounidense, no tiene como mandato preocuparse por el nivel de empleo), no parece dispuesto a reducirlas aún más, o a incrementar significativamente la oferta monetaria. Lo cual probablemente implique que no podrán contar con una devaluación del Euro como mecanismo para mejorar su competitividad (salvo como consecuencia de una estampida de pánico entre los inversionistas).

En ese contexto, las alternativas que planteaba la derecha francesa fluctuaban entre la preservación del status quo (encarnado por la dupla “Merkozy”), o el retorno al proteccionismo, con efectos similares a los que este tuvo durante el período de entreguerras (es decir, en tanto otros países adoptaron políticas similares, la recesión internacional se convirtió en la Gran Depresión). La única alternativa plausible sería una negociación en la zona euro que permita una eventual reducción de la deuda pública, pero con una economía en crecimiento. Pero claro, ponerse de acuerdo en promover el crecimiento es como ponerse de acuerdo en promover la paz universal: es difícil en principio estar en desacuerdo con el objetivo, pero es aún más difícil estar de acuerdo en lo que se requiere hacer para conseguirlo. Lo que si queda claro es que, planteado ese objetivo, el actual curso de acción en buena parte de Europa es en el mejor de los casos insuficiente, y en el peor, contraproducente.