En días pasados Barak Obama y Vladimir Putin coincidieron en París para la conmemoración del "Día D" (es decir, el día en que las tropas aliadas desembarcaron en Normandía). La conmemoración despertó expectativas, pues se suponía que debía recordarles un tiempo no muy lejano en el que sus países fueron aliados.
Ojalá el asunto fuera tan simple. Solemos creen que, aunque discrepemos sobre la interpretación de su significado, los hechos históricos constituyen hitos objetivos e inconmovibles. Pero en su momento no suelen serlo, sólo lo parecen en retrospectiva. Por ejemplo, cuando en 1618 los nobles de Bohemia se alzaron en armas contra el intento del emperador Fernando II de imponer el catolicismo, no podían saber que estaban dando origen a lo que hoy conocemos como la “Guerra de los Treinta Años”. Tanto es así que las distintas conflagraciones que se produjeron a partir de entonces solían ser vistas como guerras independientes, no como batallas dentro de una guerra mayor. Y ninguno de los contendientes podía prever que esa guerra culminaría con la Paz de Wesfalia, considerada el hito fundacional del sistema internacional contemporáneo (porque dio origen al principio de soberanía territorial de los Estados, y por ende al de su primacía sobre cualquier Iglesia). Todo eso es producto de una concatenación de hechos singulares, que sólo parece necesaria y evidente vista desde el presente. Pero establecer qué hechos singulares son relevantes para construir hechos agregados (V., la “Guerra de los Treinta Años”), es algo que sólo podemos hacer en retrospectiva, en un proceso no exento de controversia.
Y dado que no siempre podemos establecer de modo indubitable el significado o incluso la naturaleza de los hechos, no era evidente que el recuerdo del "Día D" debiera hermanar a quienes participaron de su conmemoración.
Lo mismo ocurre con el "Día D". Esa efemérides es considerada un hito crucial de la Segunda Guerra Mundial. Ahora bien, si hubo una Segunda Guerra Mundial, ha de ser porque hubo una Primera Guerra Mundial. Pero esta última fue conocida en su momento como la “Gran Guerra”, una cuyo grado de devastación sólo podía justificarse porque era la guerra para poner fin a todas las guerras (en palabras de H. G. Wells), o la guerra que haría al mundo seguro para la democracia (según Woodrow Wilson). Sólo cuando quedó claro que no había conseguido ninguno de esos objetivos, pasó a prevalecer la otra denominación que se le solía dar (V., “Guerra Mundial”), y se añadió el calificativo de “Primera”, para diferenciarla de la nueva guerra entre las grandes potencias. Esta última a su vez sólo podía calificar como una “Guerra Mundial” hacia fines de 1941 (después de que Alemania invadiera la Unión Soviética y Japón atacara Pearl Harbor), pero no a partir de la invasión de Polonia por parte de Alemania en 1939 (como establece la convención): nuevamente, la naturaleza de los hechos (por ejemplo, si la invasión de Polonia habría de dar origen a una guerra regional o a una de alcance global), es algo que sólo se puede establecer en retrospectiva.
En cuanto al desembarco en Normandía, la controversia gira en lo esencial torno a su significado. Así, los líderes de las potencias occidentales conmemoraban en días pasados la que consideran la batalla decisiva de la Segunda Guerra Mundial (es decir, la que decidió su desenlace). Pero no todos están de acuerdo en eso. Historiadores militares como Antony Beevor por ejemplo, consideran que el momento decisivo se produjo en Diciembre de 1941, cuando tras fracasar en noviembre su ofensiva sobre Moscú, la Alemania nazi decidió abrirse un nuevo frente declarando la guerra a los Estados Unidos. Los soviéticos por su parte solían recordar que el frente creado tras el desembarco en Normandía era el segundo que debía conjurar Alemania en Europa continental: mientras las potencias occidentales deshojaban margaritas (V., ¿invadir primero Europa o el norte de África?), los soviéticos llevaban tres años combatiendo en solitario en el primer y único frente europeo. Y a partir de la década del 60 el gobierno de Charles De Gaulle abrió en Francia un tercer frente (por así decirlo), en la ofensiva del revisionismo histórico: según él, la resistencia francesa habría tenido un papel decisivo durante la invasión de Normandía. A lo que algunos de sus propios aliados respondían recordando que, así como algunos franceses resistieron en forma por demás heroica la ocupación nazi, otros durante el régimen de Vichy fueron cómplices del Holocausto. Por último, como señala Robert Zaretsky, los pueblos franceses colindantes con los campos de batalla del Día D (y que fueron víctimas de los bombardeos aliados), se atrevían a recordar que a duras penas habían conseguido sobrevivir a su liberación.
De cualquier modo, si el desembarco en Normandía fue o no el hito decisivo en la Segunda Guerra Mundial, es algo que sólo podríamos saber con certeza si existiera un universo alterno en el que esa batalla hubiera tenido un resultado diferente. Por desgracia, esos escenarios contra fácticos sólo existen en la imaginación de los académicos (y deben ser una de las razones por las que los demás nos suelen ver como bichos raros). Lo que sí sabemos con certeza, es que la memoria del pasado puede cambiar no sólo ante el descubrimiento de nuevos hechos, sino además con base en la perspectiva (o los intereses), de quien recuerda. Y dado que no siempre podemos establecer de modo indubitable el significado o incluso la naturaleza de los hechos, no era evidente que el recuerdo del "Día D" debiera hermanar a quienes participaron de su conmemoración.