En 2010 la Corte Suprema de los Estados Unidos emitió un fallo crucial en torno al financiamiento de campañas electorales. De un lado, decidió que limitar el monto de los aportes de campaña vulneraba el derecho a la libertad de expresión consagrado por la primera enmienda de la Constitución. De otro, decidió que, para efectos de los aportes de campaña, no debía hacerse distinciones entre personas naturales y personas jurídicas. O, en buen romance, que en casos como el de los denominados “Súper PAC” (sigla en inglés de Comités de Acción Política), individuos y corporaciones privadas podían realizar aportes ilimitados de campaña.

Quienes criticaban el fallo sostenían que este habría de conceder una influencia indebida a grupos de interés en las decisiones gubernamentales. Una década después, existe suficiente evidencia como para sostener que los críticos tenían razón. Existen investigaciones como aquella del diario New York Times según la cual, hasta octubre de 2015, cerca de la mitad de los aportes a las campañas tanto demócrata como republicana provenía de 158 familias y los negocios que estas controlaban. El diario cita además un estudio según el cual el 80% de los aportes a los Súper PAC provenían de tan sólo 200 donantes. A su vez, una elevada proporción de esos donantes tenía al sector financiero de la economía como fuente principal de sus ingresos. Es decir, provenían del sector que, junto con el de seguros, más invierte en contratar empresas de cabildeo (los denominados “lobbies”). En otras palabras, empresas cuyo único fin es influir sobre la legislación y la regulación pública.

Ahora bien, que esos grupos de interés destinen grandes recursos a intentar influir en el proceso político no prueba en sí mismo que consigan ese objetivo. Pero existen otras investigaciones que sugieren que, en efecto, eso es lo que ocurre. Por ejemplo, según el libro Afluencia e Influencia del profesor de Princeton Martin Gilens, cuando las preferencias de política pública de los sectores de mayores ingresos en los Estados Unidos difieren de las de la gran mayoría de la población (cosa que muestra a través de encuestas realizadas a lo largo de décadas), las políticas públicas sólo responden a las preferencias de los sectores de mayores ingresos. Si desea saber qué implica ello en términos prácticos, recuerde el dato que hiciera pública otra investigación del New York Times: en 2017 el presidente Trump sólo habría pagado US$ 750 por concepto de impuesto federal sobre el ingreso. Antes de escandalizarse, le convendría conocer el caso del propietario de un diario que fustiga con ahínco a Trump, como el Washington Post (es decir, Jeff Bezos): según un reporte del diario Financial Times, su empresa nodriza (es decir, Amazon), obtuvo utilidades por unos US$ 11.200 millones en 2018 pero no pagó ni un centavo por concepto de impuestos sobre las utilidades.

Todo ello, según parece, de acuerdo a ley. Es decir, de acuerdo a leyes que aprobaron legisladores que recibieron fondos de campaña de aquellos magnates que no pagan impuestos. Tal vez sea una mera coincidencia, pero cometeré la osadía de sugerir que podría no serlo. Por cierto, tampoco fueron delitos los aportes de campaña de empresas como Odebrecht o de personas como Dionisio Romero en el Perú. Recuerde que Odebrecht está siendo juzgada por sobornar a políticos cuyas campañas, en forma coincidente, contribuyó a financiar. Pero no está siendo juzgada por el mero hecho de realizar aportes de campaña. 

Añada a lo dicho lo mencionado la semana pasada sobre el sistema electoral y tendrá una idea sobre cuán representativa es la democracia estadounidense. Ello sin mencionar las campañas de supresión del voto. Por ejemplo, pese a al crecimiento de la población, entre 2012 y 2018 se cerraron 1688 centros de votación en condados en que las minorías étnicas representan una gran proporción de la población.