“Ya. Terminamos”. Felipe Calderón se desanuda la corbata a rayas rojas que usó en el segundo y último día de la Cumbre Iberoamericana de Cádiz. La dobla sin prisa. Se quita el saco y lo coloca cuidadosamente sobre el fieltro verde del respaldo del asiento presidencial del TP-01.
Mientras el viejo avión realiza el carreteo para el despegue final de sus giras internacionales, Calderón se acomoda en el asiento y precisa, con lenguaje beisbolero exacto: “Bueno, todavía nos falta fildear algunos buenos roletazos”.
En el abrazo a su esposa -quien recompensa su participación en la Cumbre con un cariñoso “bien, presidente”-, el mandatario deja ver los dos sentimientos que se apoderan de él este final de sexenio: el alivio y la nostalgia. Ambos luchan por el control de su alma como Huitzilopochtli y Tezcatlipoca pelean por el cielo.
Sabe que viene una etapa difícil, en la que será juzgado por su desempeño al frente del combate a la inseguridad, pero también está seguro que las decenas de miles de homicidios y las miles de desapariciones en los últimos seis años son producto de una violencia criminal, y frente a la cual debe plantearse el Estado, y no el resultado de la coerción de su gobierno contra la delincuencia.
Dos días atrás, en el vuelo hacia España, me había dicho, en entrevista, que nadie podía sentirse satisfecho en un país con tantas carencias como el nuestro. Lo que sí había en él, subrayó, era la tranquilidad de haber trabajado al máximo de su capacidad.
En cualquier sistema político, la pérdida del poder es un drama personal. Sin embargo, en México la pérdida del poder presidencial va acompañada generalmente por el ostracismo, la ridiculización y el desprestigio. La ex presidencia es un abismo político cruel, de paredes escarpadas, donde el desbarrancado tiene dos opciones: escalar penosamente, resbalando continuamente en el intento, o resignarse a permanecer en su fondo.
Para allá va Felipe Calderón. Tiene claro que otros ex presidentes se han frustrado en un esfuerzo fútil de competencia con su sucesor. No quiere eso. Sabe que viene una etapa difícil, en la que será juzgado por su desempeño al frente del combate a la inseguridad, pero también está seguro -se lo dice a Excélsior- que las decenas de miles de homicidios y las miles de desapariciones ocurridas en México en los últimos seis años son producto de una violencia criminal que arrasa el continente completo, y frente a la cual debe plantearse el Estado, y no el resultado de la coerción de su gobierno contra la delincuencia.
En el ritual para volver al seno de la ciudadanía, Calderón y su familia han descolgado ya el último de los cuadros personales que quedaban en Los Pinos. Ya nada los ata con la residencia hacedora del poder y representación del poder que habitaron durante casi seis años, y donde sus hijos han pasado la tercera parte de sus vidas o más.
En el avión presidencial, las 14 horas de vuelo de regreso a la Ciudad de México -regresó este domingo, a la una de la mañana-, el presidente tiene tiempo de dibujarle con plumón un letrero de feliz cumpleaños a su hijo más pequeño; cantar canciones con su vocera, Alejandra Sota, y la canciller de su gobierno, Patricia Espinosa, y tomarse la foto del recuerdo con la tripulación.
Hay también espacio para compartir anécdotas, como la osadía de ingresar en el Palacio Legislativo, el 1 de diciembre de 2006, donde la oposición de izquierda buscaba a toda costa impedir que se cumpliera la exigencia constitucional de la rendición de protesta.
No contaba Calderón con la venia presidencial para presentarse en San Lázaro, por lo cual tuvo que asumir, a la medianoche del 30 de noviembre, el mando de la seguridad pública, a fin de paliar la laguna legal sobre quién tiene el poder en las primeras horas del primer día del sexenio. Él se hacía responsable.
E incluso cuando ya todo estaba decidido y ensayado -la entrada subrepticia al salón de sesiones, por una puerta secreta que Calderón había conocido en sus tiempos de diputado-, el presidente Vicente Fox aún tenía dudas, al grado de que apenas se estaba bañando mientras el presidente electo ya salía de su casa hacia el recinto parlamentario.
En esa mañana para comerse las uñas, mientras los legisladores de la izquierda atrancaban las puertas del salón de sesiones, Felipe Calderón tuvo que esperar en la lateral del Viaducto a que Fox acabara de ajuarearse.
Sin embargo, de algo había servido el ensayo de la toma de posesión, realizado en un cortijo del Estado Mayor Presidencial, donde se colocaron 628 sillas, a modo de curules. El plan resultó y Calderón rindió protesta.
Así comenzó el sexenio calderonista. Seis años que seguramente serán juzgados con dureza, incluso en su propio partido, donde -me dice el presidente en la entrevista, que puede usted leer en esta misma edición- los intereses creados han encontrado en la derrota su zona de confort.
El presidente ahora quiere una fundación, donde podrá profundizar sus ideas sobre políticas públicas en pos del desarrollo sustentable. Es el nombre del abismo que la política tiene preparado para él. Por lo que alcanzo a ver, el ciudadano Calderón está preparado para enfrentar con pundonor el descenso a ese lugar.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.