Los recientes insultos a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por haber recibido en audiencia pública a un grupo de periodistas que denunciaron una serie de hechos incompatibles con la Convención Americana de Derechos Humanos, contrastan abrumadoramente con los elogios que recibió ese organismo cuando aceptó el año pasado tramitar el reclamo que los familiares del compatriota Franklin Aisalla presentaron –y el cual el gobierno ecuatoriano decidió auspiciarlo– contra Colombia, por su fallecimiento en el ataque de Angostura.
Como se recordará, los delegados colombianos no solo que desconocieron la competencia de la CIDH para resolver el reclamo, sino que de forma descortés abandonaron la audiencia en la que se debatía su admisibilidad.
El informe de admisibilidad de la Comisión es por otro lado un documento interesante y hasta cierto punto audaz que penetra en un territorio sumamente movedizo del derecho internacional: la violación de la soberanía de un país por parte de otro en persecución de enemigos que usaban el territorio de su vecino como santuario y la violación de los derechos humanos ocurridas durante esa incursión.
Aunque creemos que la CIDH probablemente se tropezará con serias dificultades de naturaleza técnica relacionada con las evidencias de lo ocurrido al fallecido ciudadano –motivo por el que su decisión de admisión asombró a muchos–, el paso que dio fue una clara señal de que está dispuesta a cumplir a toda costa su misión institucional de vigilar el cumplimiento de la Convención Americana.
Ponerse en el plano de aceptar la jurisdicción de esta institución –y de llenarla de elogios– cuando acepta nuestro punto de vista, y desconocerla y denigrarla cuando nos impone obligaciones, es no solo hacer el ridículo sino violentar obligaciones internacional y jurídicamente exigibles.
Por su rigor analítico el informe de admisibilidad (P 112/10) debería ser leído por los funcionarios del gobierno empeñados ahora en insultar a la CIDH. Ponerse en el plano de aceptar la jurisdicción de esta institución –y de llenarla de elogios– cuando acepta nuestro punto de vista, y desconocerla y denigrarla cuando nos impone obligaciones, es no solo hacer el ridículo sino violentar obligaciones internacional y jurídicamente exigibles.
La doctrina de la soberanía nacional como límite a la jurisdicción internacional en materia de derechos humanos no es nueva en América Latina. Y si no que se les pregunte a los perseguidos uruguayos, argentinos, brasileños y chilenos de los años 70, o las víctimas más recientes de Fujimori y Uribe. Ellos –desde líderes laborales, políticos e indígenas hasta periodistas, abogados, médicos y profesionales de toda condición social– tendrán seguramente mucho que contarles a nuestros funcionarios sobre cómo Pinochet, Videla, Bordaberry, Stroessner y compañía, invocaban en su momento esa doctrina a la que hoy lamentablemente parece que nos hemos adherido.
El que no hayan vivido esas experiencias o nunca les haya interesado tener conciencia de ellas, por las razones que sean, no justifica que hoy se las pretenda olvidar añadiendo el nombre del Ecuador a semejante lista de renegados del derecho internacional. Como tampoco justifica recurrir al argumento de qué hizo la CIDH frente a otras situaciones de violaciones de derechos humanos, pues la pregunta que cabría hacerles es ¿qué hicieron ellos entonces? ¿Por qué no acudieron a la CIDH para denunciarlas habiéndolo podido hacer?
*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com.