Cuando se trata de preservar bienes valiosos o invaluables, como la vida, la libertad y la honra, lo lógico y legítimo es consultar a los expertos. No sé en qué terminó este caso, pero hace un tiempo encontraron un sembrío de amapolas entre el trigo de una comunidad andina. Observando la foto vi que se trataba de una inocente maleza del género Papaver, pero no la adormidera de la que se extrae opio. Supongo que no molestaron más a los campesinos, pero si el caso hubiese llegado a los tribunales, se debía llamar a un botánico para que establezca de qué especie se trata. No podría un juez decidir, por sí y ante sí, qué clase de planta es, sin consultar a un conocedor.

¿Cuánto valen las palabras? A veces las personas no aquilatan la importancia del lenguaje, incluso existe cierto desprecio por él, que se expresa en una frase que habrán oído tantas veces “son solo palabras”. Sí, solo palabras, nada menos que eso.

La experiencia reciente y desgraciada que acaba de vivir el país, con el que llamaré el affaire Palacio, demuestra cuánto pueden llegar a valer las palabras. Son cuarenta y nueve cotizadas a la bicoca de casi ochocientos mil dólares o cuatrocientas setenta onzas de oro cada una. Creo que difícilmente habrá material más valioso.

En el tal affaire la defensa de Emilio Palacio y de los personeros de Diario El Universo pidieron, en primera instancia, que se convoque a un perito lingüístico para determinar si lo afirmado en el ya archifamoso artículo No a las mentiras era, como dice el acusador, una calumnia o, como sostiene el autor, una hipótesis hiperbólica. En ningún momento los acusados se ratificaron “con soberbia” en la imputación de un crimen, sino que negaron que esta hubiese existido. Ante ese dilema un buen juez debía consultar a un experto.

La experiencia reciente y desgraciada que acaba de vivir el país, con el que llamaré el affaire Palacio, demuestra cuánto pueden llegar a valer las palabras.

En materia de idioma existe una autoridad de facto, la Academia Ecuatoriana de la Lengua, a la cual se debió pedir la designación de uno o varios académicos para que diluciden la cuestión. Nadie hubiese discutido la versación de Hernán Rodríguez Castelo, Plutarco Naranjo o Jorge Salvador Lara, para entonces vivo. Uno de ellos o alguno de sus colegas habrían emitido su dictamen pericial. En caso de negar la existencia de calumnia, el juez debía acoger su parecer. Si hubiesen establecido lo contrario, el columnista estaba moral y legalmente obligado a pedir disculpas y ofrecer reparaciones, probablemente diciendo algo así como “fui en las palabras más allá de los conceptos”. Y allí hubiese acabado todo. Pero la cerrada negativa en conceder esta diligencia elemental devino en un caso que ha envenenado el ambiente nacional y que ha repercutido negativamente en el prestigio internacional de la justicia ecuatoriana. Perdió el país. Ganaron las personas naturales o jurídicas que ante tribunales internacionales cuestionen fallos de cortes ecuatorianas, pues estas aparecerán muy poco fiables luego de un caso tan sonado y tan mal manejado.

*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com.