Las cosas ciertamente no estaban perfectas y la promesa de ingresar al primer mundo hacía tiempo que se había disipado. Pero la realidad no era blanco y negro: México había dado enormes pasos hacia adelante, como ilustran las exportaciones aeronáuticas, automotrices y agroindustriales. Estados como Querétaro y Aguascalientes no sólo han mantenido la paz interna, sino que han venido creciendo a tasas asiáticas. Pero también hay regiones que no sólo se han estancado y rezagado, sino que en las pasadas décadas se convirtieron en fábricas de migrantes. Cualquiera que tenga un mínimo de sensatez y capacidad de observar sin distorsiones ideológicas y partidistas sabe bien que hubo grandes avances y enormes insuficiencias. Los grises del panorama mexicano son palpables por donde uno mire. La pregunta es si para lograr un progreso decidido y generalizado se requería destruir todo lo existente o si, por el contrario, la receta idónea era corregir el rumbo, construir sobre lo acertado y reparar los errores cometidos.

Andrés Manuel López Obrador llegó al gobierno hace exactamente dos años convencido del primer planteamiento: todo está mal y hay que destruirlo para retornar a lo que funcionaba antes. Paso seguido, el país ha vivido el torbellino de la eliminación de programas, cancelación de proyectos y toda clase de acciones, algunas justificadas y la mayoría arbitrarias. Algunos comparten la necesidad de replantearlo todo, pero lo que es seguro, a dos años de distancia, es que el único plan que guía al presidente es el de echar todo para atrás, en muchas ocasiones animado por las más viscerales de las motivaciones: el odio, el ánimo de venganza y el ansia de poder.

Hay dos factores clave en los que se centra la narrativa del gobierno actual: primero, que las reformas de las pasadas décadas siguieron una lógica ideológica; y, segundo, que las cosas estaban bien antes de comenzar las reformas.

Si uno analiza la manera en que se fue conformando el proyecto de reformas a lo largo de los 80, lo primero que salta a la vista es que no había un plan. El gobierno de Miguel de la Madrid se encontró con un gobierno quebrado y una economía desquiciada. Todas sus acciones por los primeros dos años de su gobierno se encaminaron a intentar reconstruir la estabilidad económica de los años 60: controlar el gasto público, bajar la deuda externa y restaurar los equilibrios financieros. El gran viraje que dio aquella administración consistió en comenzar a liberalizar las importaciones, con el objetivo de atraer inversión y elevar la productividad de la economía.

Ese viraje, enorme en concepto, muy modesto en su primera fase de implementación, no respondía a consideración ideológica alguna, sino a un reconocimiento crucial: que el mundo había cambiado. Primero que nada, las altas tasas de crecimiento de la economía de los setenta se habían debido a un momento excepcional: el descubrimiento de grandes yacimientos petroleros y la expectativa de ingentes recursos que de ahí se derivarían. Cuando eso no se materializó, al inicio de los ochenta, la economía se colapsó. El punto esencial es que no es cierto que la economía estaba muy bien antes de las reformas: quienes creen eso estaban viendo el espejismo del petróleo, no la solidez de la estructura de la economía.

El problema real del proyecto reformador, que adquirió forma mucho más estructurada al inicio de los noventa y que se consolidó con el Tratado de Libre Comercio (TLC), reside en que fue concebido para evitar llevar a cabo un cambio en el statu quo político. En contraste con otras naciones que se reformaron en estas décadas −como España, Chile, Corea− en México no fue un nuevo gobierno, producto de una elección posterior al fin de una dictadura, quien llevó a cabo las reformas, sino un gobierno emanado del partido que llevaba décadas en el poder. La única similitud es la URSS, que no lo sobrevivió. En consecuencia, las reformas nacieron truncas porque procuraban dos fines contradictorios: liberalizar y hacer más eficiente la economía; y al mismo tiempo, proteger a intereses relevantes para la clase política en negocios, sectores y funciones. El resultado es, por ejemplo, el sistema educativo que tenemos y que impide el progreso de vastas regiones del país (y que nos impide reemplazar mucho de lo que China produce para Estados Unidos), vastos monopolios que persisten y toda clase de intereses que mantienen pobre al sur del país.

Razones para cambiar hay muchas y AMLO estaba excepcionalmente posicionado para llevar a cabo los cambios que México requería. Sólo alguien como él, conocedor de la historia, hábil para la movilización política y desvinculado de los promotores de las reformas, podía haber llevado a cabo los cambios que el país requería. Desafortunadamente, optó por otro camino: negar las circunstancias que llevaron al país a donde está y dejarse llevar por motivaciones primarias incompatibles con la función para la que fue electo. El resultado es una destrucción, sistemática y a rajatabla, de mucho de lo que funciona en el país, sin crear nada susceptible de transformar a México para bien, con mejores condiciones económicas, menos corrupción y mayor legalidad. En una palabra, dos años de retrocesos. Y los que faltan.