“Antes de Elvis no había nada”, afirmó John Lennon en una entrevista. Igual promete ser para el presidente Manuel López Obrador. Por año y medio tuvo una enorme latitud, desconocida desde los 70, para desarrollar sus programas y avanzar sus prioridades. Pero, como a todo presidente en el mundo, algo inesperado le marcó un alto, cambiando todo de ahí en adelante.

Quizá el mayor cambio que el coronavirus trajo consigo, por necesidad, fue el fortalecimiento de la sociedad frente al gobierno, algo que se exacerbó inexorablemente por la forma tan torpe en que el gobierno falló en su responsabilidad elemental de proteger a la población. Las consecuencias de este cambio se verán en los años y décadas por venir, siendo posible que la mayor de ellas sea que, finalmente, la sociedad mexicana se libere de un sistema político opresivo que ha impedido el encumbramiento de una verdadera democracia. El tiempo dirá.

El actuar de la sociedad no fue algo concertado ni organizado y ha ocurrido al amparo del aislamiento, lo que obligó a que cada empresa, organización, sindicato, familia y persona tomara decisiones para sí misma. Se inauguró una circunstancia inédita que sin duda afectará el devenir.

El mayor reto inmediato sigue siendo lidiar con el súbito empobrecimiento de la mayoría de los mexicanos, producto de la desaparición de empleos e ingresos, y que constituye el gran reto tanto intelectual como práctico porque de la resolución que se dé dependerá la naturaleza de la recuperación que sea posible después. Por eso destacan todavía más las iniciativas de la sociedad –igual las económicas que parar en seco en el Congreso otro intento de control autoritario–, pero sólo el tiempo dirá si fueron suficientes. Muchos gobiernos en el mundo anticiparon estos impactos, para lo cual construyeron respuestas potencialmente viables, que contrastan patentemente con el nuestro: el gobierno no sólo negó la existencia de una crisis, sino que sus acciones la exacerbaron, profundizaron y prolongaron. Patético para un gobierno que se dice preocupado por los pobres.

La suma de una errada estrategia gubernamental desde el inicio de la administración –orientada a intentar imponerle decisiones a los actores económicos nacionales y extranjeros– y la falta de previsión y capacidad de respuesta frente a la crisis, inexorablemente se traducirá en una aguda contracción económica y, mucho peor, una incapacidad para lograr una acelerada recuperación. A los errores de visión de la actual administración se van a sumar los males intrínsecos del sistema político cuya característica histórica es la impunidad. En un contexto así, es inconcebible una rápida recuperación.

Un escenario caracterizado por severa recesión, desempleo, crisis política y ausencia de credibilidad y confianza en el gobierno tendrá consecuencias políticas que igual podrían ser benignas –la consolidación de un sistema democrático–, pero también podría conducir en el sentido opuesto: fortalecimiento de los elementos más duros y radicales de Morena; desaparición de todo vestigio de orden; crecimiento de la criminalidad, ahora sin distingo ni contemplación; radicalización del gobierno tanto en materia económica como política y judicial; descomposición social y política que pudiera provocar una masiva emigración. No hay límite a las posibilidades de deterioro.

¿Qué se puede hacer al respecto? La primera pregunta que deberíamos hacernos todos los ciudadanos es si el presidente va a adecuarse a la nueva realidad o si va a seguir intentando adecuar la realidad a sus esquemas preconcebidos. El costo de esa manera de conducirse se medirá en vidas perdidas, empleos desaparecidos y la velocidad de la eventual recuperación. A esto se suma la natural propensión de fuerzas criminales, políticas, partidistas, militares o paramilitares a substituir funciones gubernamentales, lo que debería ser suficiente acicate para que el presidente reconsidere su visión original, pues el país requiere un camino de salida del hoyo en que hemos caído y a todos conviene que la salida sea por la vía de un liderazgo institucional efectivo, idóneo a las circunstancias.

Desafortunadamente, las señales provenientes del gobierno han sido las contrarias: en lugar de aplaudir el activismo de la sociedad, el presidente lo ha criticado y combatido. Su hostilidad al empresariado es conocida y tiene explicaciones históricas, pero la pregunta es cómo espera avanzar su proyecto de mejorar la calidad de vida del 70% en la era de la globalización sin inversión privada, nacional o extranjera. Su actuar refleja una preferencia por acentuar la conflictividad social, sin contemplar las consecuencias en términos de recesión y pobreza. Es claro que lo importante no es el crecimiento, los pobres, acabar con la corrupción o contribuir al desarrollo del país. La pregunta es qué sigue.

Hasta ahora, el presidente y su gobierno han vivido del apoyo de un amplio segmento del electorado, lo que les ha permitido no pagar por los enormes errores que se han cometido. Pero el coronavirus cambia esa circunstancia: concluido este tiempo de ausencia gubernamental, vendrá la rendición de cuentas, la de verdad. Sería una gran oportunidad corregir antes de que sea tarde.