El gran éxito del presidente López Obrador no radica en una excepcional estrategia o habilidad, sino en haber descubierto un electorado informe y disímbolo que no se sentía representado. Su maestría para comunicarse con esa parte de la población le ha dado un enorme impulso, mucho de ello producto de la inexistencia de alternativas perceptibles en el medio político nacional. Es decir, su éxito se ha potenciado doblemente por la incapacidad de los partidos políticos para entender las nuevas realidades que caracterizan a la ciudadanía y adaptarse a ellas. Ahí radica el éxito de AMLO, pero también las oportunidades para las oposiciones.
El planteamiento es muy simple: el país ha experimentado enormes cambios en las últimas décadas; el electorado se transformó; el entorno -interno y externo- es otro; la ciudadanía es una nueva realidad, antes prácticamente inexistente; y la transmisión de información, ideas y dogmas instantánea. Todos y cada uno de estos elementos han construido una nueva realidad política que no empata con los paradigmas tradicionales que yacen en el corazón de las entidades e instituciones políticas nacionales. En una palabra: el país cambió, pero los políticos, especialmente los partidos políticos, permanecen en un pasado remoto que nada tiene que ver con el México de hoy.
Este desajuste explica la incoherencia entre las posturas de los partidos -todos, incluido Morena- y el electorado nacional. Baste observar los liderazgos anquilosados, torpes, corruptos y chiquitos que caracterizan a esas entelequias llamadas partidos. La fluidez del electorado no está en la mente o estrategia de los partidos y de ahí su incapacidad para motivar o atraer a los votantes.
En este contexto llegó un político astuto que identificó un electorado que no responde a marcas partidistas tradicionales, que está resentido por la corrupción imperante y que está (o estuvo, al menos en 2018) integrado por una franja extraordinariamente diversa de personas en términos de su origen o posición económica y social. La conexión de AMLO con su electorado ocurre al margen de su partido. López Obrador, como Trump (en otro contexto), descubrió un nuevo electorado y lo explota todas las mañanas, aparentemente desafiando hasta las leyes de la gravedad.
Los partidos políticos gozan de una situación privilegiada porque la ley los encumbra y protege. La ley le otorga certidumbre de permanencia, fondos y estabilidad a los tres partidos más grandes y le genera oportunidades de asociación a los chicos para beneficiarse de esas mismas mieles. Es decir, toda la estructura político-legal que da vida a los partidos está diseñada para preservar el statu quo de hace décadas y todos los incentivos que de ahí surgen fomentan el desajuste que nos caracteriza.
Si alguien tiene duda de lo anterior, no tiene más que ver la forma en que opera la reelección de legisladores o presidentes municipales: en lugar de que ésta funcione para acercar a diputados, senadores y presidentes municipales y obligarlos a que respondan a las demandas de la ciudadanía, o sea, que la representen, la reelección fortalece y afianza el poder de los liderazgos partidistas porque de ellos depende que alguien pueda perseguir la reelección. La conclusión inexorable es que los autores de las leyes electorales -esas que nos han dado certidumbre, estabilidad y menos violencia política- también hicieron posible que emergiera un fenómeno político como el de López Obrador. En lugar de que ese entramado legal favoreciera una evolución natural del sistema político, su efecto fue el de paralizarlo, anclarlo a un pasado distante, agudizando el enojo ciudadano y el resentimiento. Paradójico acaba siendo que AMLO quiera alterar el esquema que le fortalece, pero ese es otro asunto.
El problema de los partidos políticos son sus pecados, muchos de ellos históricos, especialmente los del PRI, pues son, como la corrupción, componente inherente a su historia y naturaleza. El paso del PAN por el poder no fue más encomiable, pues además de poco efectivo como partido gobernante, acabó perdido en las mismas prácticas corruptas que le precedieron. Morena pronto enfrentará los mismos dilemas porque, más allá del presidente, no es distinto a los otros. Pero lo malo no es la existencia de esos pecados, sino la incapacidad de comprender las causas del enojo ciudadano o del éxito de AMLO.
Las fortalezas que la ley le confiere a los liderazgos partidistas acaban siendo enormes debilidades, como ilustra el comportamiento reciente del PRI. La pregunta es cuándo se liberarán los partidos y sus líderes de esos fardos, los históricos y los recientes. Esa liberación tiene que ser producto no sólo de una elemental congruencia con el México de hoy o por una falsa moralina, sino de un cálculo político frío: porque estar asociado con la corrupción, el narco, el sindicalismo depredador o una concepción hace mucho rebasada del mundo arroja rendimientos decrecientes.
En la medida en que se acerca la madre de todas las batallas en 2024, la pregunta ya no es sobre AMLO, que pasará a la historia de una manera o de otra. La pregunta es si la oposición será capaz de reformarse para poder aliarse, porque sin eso seguirá cavando el hoyo de su propia extinción. Y con ella, la del país.