En la última década en América Latina se han suscitado una serie de reformas constitucionales que reconocen un conjunto de derechos a las poblaciones indígenas, entre los que se encuentra el derecho a ser consultados en las decisiones gubernamentales que afectan los territorios que habitan. Este reconocimiento parte de dos premisas:

1).- una existencia previa de grupos indígenas a la creación de los Estados nacionales que fue históricamente ignorada, por lo que existe el imperativo moral de reparar un daño histórico;

2).- que en una sociedad democrática se deben respetar los patrones económicos, sociales y culturales de la vida de grupos minoritarios y vulnerables.

Por todo ello, las constituciones de varios países de la región garantizan no sólo la autonomía de estas poblaciones, sino también su autodeterminación.

(...) es en la defensa de los grupos menos favorecidos cuando se observa el temple democrático de quienes gobiernan. Esta defensa, es necesario señalarlo, no es arbitraria, sino que está constitucionalmente establecida, lo que le da herramientas al gobernante en caso de que su postura sea atacada.

Este reconocimiento constitucional fue producto de la organización y movilización de los sectores indígenas a partir de la década del 90, ante el avasallamiento producido a los territorios que habitaban por parte de empresas mineras, madereras, hidrocarburíferas y también del narcotráfico. Con ello, además, se buscaba no sólo otorgarles protección, sino también incluirlos como sujetos políticos en el ámbito democrático.

Si bien el reconocimiento de derechos a grupos vulnerables es enfatizado hoy en día por la comunidad internacional como una necesidad para profundizar la democracia en los países, su cumplimiento pleno no está exento de tensiones, sobre todo cuando los gobiernos deben tomar decisiones en torno a la construcción, en territorios indígenas, de obras públicas de amplia envergadura y de alto impacto económico a nivel nacional.

Esta tensión no sólo está lejos de resolverse, sino que es fuente de importantes conflictos políticos y de complejos procesos judiciales, como lo atestiguan las experiencias de la construcción de la presa hidroeléctrica La Parota en el estado de Guerrero, en México; de la explotación hidrocarburífera en la amazonía ecuatoriana, o de la apertura de una carretera que atraviesa el parque nacional y territorio indígena Isiboro-Sécure en Bolivia.

La tensión que se señala se produce cuando las urgencias económicas de los países chocan con el respeto a derechos, pero suele destacarse más cuando se trata de derechos de grupos vulnerables. En el caso latinoamericano el cuadro es aún más complejo, por cuanto estos grupos son aquellos cuya inclusión política se demandaba en aras de profundizar la democracia. Es entonces que se pone a prueba la vocación democrática de los gobernantes, cuando en un contexto de crisis económica, de problemas fiscales de los Estados o de presión de sectores política y/o económicamente poderosos, se escoge el camino del respeto al procedimiento constitucional establecido o se opta por la imposición de las mencionadas obras. Es importante tomar en cuenta que la segunda opción no convierte por sí misma a un gobierno en autoritario.

Es más, usualmente se la justifica en aras del “desarrollo nacional”, de la “necesidad pública”, o por el bien de las grandes mayorías, fines que, en muchos casos, también están señalados en las Constituciones de los países. Sin embargo, es en la defensa de los grupos menos favorecidos cuando se observa el temple democrático de quienes gobiernan. Esta defensa, es necesario señalarlo, no es arbitraria, sino que está constitucionalmente establecida, lo que le da herramientas al gobernante en caso de que su postura sea atacada.

Lamentablemente la tensión que se refiere suele resolverse en contra de las poblaciones indígenas. La riqueza natural de sus territorios y las necesidades económicas de los Estados pesan mucho a la hora de valorar el respeto de sus derechos territoriales. Este resultado se produce con independencia del signo ideológico del gobierno en turno, y no se resuelve enarbolando banderas en nombre de la izquierda y del anti-capitalismo, o de la libre empresa y el neoliberalismo. Esta tensión refleja más bien conflictos en un nivel más profundo, en las concepciones que se tienen sobre el desarrollo. Y al respecto, ni las posiciones de derecha ni las de izquierda difieren notoriamente.

¿Todo esto significa que el reconocimiento constitucional que se les dio a las poblaciones indígenas respecto a sus territorios es inútil? No necesariamente. Puesto que hoy existe legislación al respecto tanto a nivel internacional como nacional, estos grupos tienen hoy la oportunidad de acudir a instancias judiciales para defender sus derechos. El reconocimiento constitucional les dio armas que antes no tenían y, pese que su situación sigue siendo vulnerable, les brinda la oportunidad de hacer visible una problemática que antes pasaba desapercibida, lo que puede ser muy benéfico para la democracia a largo plazo.

De este análisis se desprende una pregunta fundamental: ¿cómo asegurar que no se propicie más la tensión entre el reconocimiento de los derechos indígenas y las urgencias o necesidades económicas de los países? Tal parece que hoy todavía nadie tiene la respuesta. Ni siquiera un gobierno que se precia de ser indigenista, como el de Evo Morales.