“Somos el 99%” rezaban por doquier las pancartas de los “Indignados”. La consigna provino originalmente del movimiento estadounidense “Occupy Wall Street”, y contiene dos implicaciones que conviene separar para propósitos de análisis. La primera identifica al villano: el 1% de la población con mayores ingresos, que se habría beneficiado de manera desproporcionada del crecimiento de la economía en las últimas décadas. La segunda identifica a sus presuntas víctimas como un todo indiferenciado (99% restante).

Vistas por separado, la primera implicación parece tener asidero en la evidencia disponible. Un reporte reciente de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) indica que la desigualdad en la distribución del ingreso (medida por el coeficiente de Gini) ha crecido 10% en las últimas décadas en los países desarrollados (de 0,29 en 1985 a 0,32 en 2008). El reporte indica que Estados Unidos es el más desigual entre los países desarrollados.

A su vez, un reporte de la Oficina de Presupuesto del Congreso de ese país señala que la desigualdad en la distribución del ingreso no ha crecido en forma significativa en los últimos 20 años, cuando se excluye al 1% de mayores ingresos. Pero ese resultado cambia cuando el cálculo incorpora a ese segmento de la población.

Ahora bien, el argumento habitual en la materia es que una mayor desigualdad de ingresos es un precio que vale la pena pagar a cambio de vivir en un país en el que la estratificación social se basa en el mérito personal. El problema es que ese no parece ser el caso de los Estados Unidos: la movilidad social en ese país es menor a la de los principales países de la Europa continental. Movilidad social que, además, tiende a reducirse en los países de la OCDE a medida que crece entre ellos la desigualdad en la distribución del ingreso. Es decir, la probabilidad de que alguien que nació dentro del 20% más pobre de la población termine sus días en el quintil de mayores ingresos es menor que hace unas décadas. Todo ello sin mencionar el potencial efecto regresivo sobre la distribución del ingreso de algunas decisiones políticas adoptadas desde la crisis de 2008. Por ejemplo, el empleo de fondos públicos para rescatar entidades financieras (mientras prestatarios individuales eran librados a su suerte cuando se ejecutaban sus hipotecas), o (más en Europa que en los Estados Unidos), las políticas de austeridad adoptadas frente a los problemas de endeudamiento público.

Ahora bien, una cosa es identificar al 1% de la población con los mayores ingresos como el principal villano en una determinada narrativa, y otra suponer que ello alinea de manera automática al 99% restante en el polo opuesto del espectro político.

Un estudio de Jacopo Ponticelli y Hans Voth de la universidad Pompeu Fabra sobre Europa que cubre el período comprendido entre 1919 y 2009, encuentra una elevada asociación entre inestabilidad y austeridad fiscal: los episodios de inestabilidad (V., protestas masivas, huelgas generales, violencia política, etc.), ocurren con el doble de frecuencia en países en los que se producen recortes del gasto que alcanzan un 5% del producto, en comparación con aquellos en los que el gasto fiscal crece.

Ahora bien, una cosa es identificar al 1% de la población con los mayores ingresos como el principal villano en una determinada narrativa, y otra suponer que ello alinea de manera automática al 99% restante en el polo opuesto del espectro político. En otras palabras, si bien es posible que una abrumadora mayoría de la población comparta la crítica a lo que en Estados Unidos se denomina “crony capitalism”, y en España “capitalismo de amigotes” (básicamente lo que diversos autores llaman “mercantilismo”), de allí a suponer que esa mayoría de la población comparte otros intereses fundamentales, y que movimientos como el de los “Indignados” representan de manera natural e inequívoca esos intereses, media un gran trecho. Por ejemplo, el Tea Party y la izquierda radical en los Estados Unidos comparten la crítica al “capitalismo de amigotes”, pero mientras en el primer caso esa crítica se postula desde la defensa incondicional de un capitalismo de libre mercado, en el segundo caso se postula desde la convicción de que es necesario trascender el capitalismo. Y quienes presentan las asambleas en Zuccotti Park como caso ejemplar de una democracia directa en la que las decisiones se toman por consenso, olvidan que ello se debe a un proceso de auto-selección: es posible adoptar decisiones por consenso en asambleas públicas precisamente porque quienes pudieran discrepar con esas decisiones son menos proclives a participar de esas asambleas, y quienes participan de esas asambleas eran de antemano más proclives a respaldar esas decisiones. Por lo demás, las implicaciones electorales de estos movimientos podrían ser contra intuitivas. Por ejemplo, lo que resultó decisivo en las recientes elecciones generales de España no fue el incremento del número de votos en favor del Partido Popular (PP), sino la disminución en varios millones de votos del caudal electoral del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Siendo el PSOE indistinguible de su principal rival en materia de política económica, y no habiendo construido los “Indignados” una fuerza política propia, su abstención parece haber favorecido al PP.