Ante las recientes protestas en Cuba, el gobierno cubano volvió a culpar al embargo y a la injerencia estadounidenses de los problemas en la isla. Que el embargo ha tenido un efecto dramático sobre las condiciones de vida de los cubanos sin conseguir su objetivo (un cambio de régimen político), debiera ser hoy evidente: no en vano en junio pasado solo Estados Unidos e Israel votaron en contra de la resolución de la Asamblea General de la ONU que pedía su levantamiento. De otro lado, la injerencia estadounidense en la política cubana (por ejemplo, la invasión de Bahía de Cochinos, los intentos de asesinar a Fidel Castro o la creación de Radio y Televisión Martí) es un hecho de dominio público.
Pero el punto no es que las razones esgrimidas por el gobierno cubano sean falsas, sino que no bastan para explicar las recientes protestas. De un lado, esas razones no son la explicación de que el cubano sea un régimen dictatorial y represivo (uno de los factores que motivan las protestas). De otro lado, el embargo y la injerencia estadounidense han sido una constante a lo largo de 60 años, mientras que las protestas se produjeron solo en dos años específicos (1994 y 2021): no se puede explicar algo que cambia en el tiempo (como las protestas), con base en causas que ha persistido sin mayor cambio a lo largo de seis décadas (como el embargo y la injerencia).
¿Qué tendrían en común las coyunturas en las que se produjeron esas protestas? De un lado, el hecho de que tanto en 1994 como en 2021 escasearan en mayor proporción de lo habitual bienes de primera necesidad, incluyendo alimentos (incidentalmente, que tras 62 años de instaurado el régimen comunista el país tenga que importar 70% de sus alimentos y no genere suficientes divisas para hacerlo, ya no es responsabilidad exclusiva del embargo). De otro lado, en los años previos a cada crisis la economía perdió fuentes internacionales de subsidio (por ejemplo, a través de la exportación de petróleo a precios por debajo de su cotización internacional por parte, primero, de la Unión Soviética y, luego, de Venezuela).
Hay sin embargo algunos hechos que distinguen la situación en 2021 de la que prevalecía en 1994. El primero es que, a los problemas internos de la economía cubana (por ejemplo, la devaluación que significó la unificación de las dos monedas que existían hasta 2020), se sumaron tres shocks externos que afectaron a toda América Latina y el Caribe. El primero fue el fin, hacia 2014, del ciclo de altos precios de las materias primas que exportamos (en parte por ello la CEPAL pronosticaba en 2019 que el periodo 2014-2020 sería el de menor crecimiento para la región en las últimas siete décadas). El segundo shock externo fue la pandemia del COVID-19 (que afectó a Cuba en menor proporción que al resto de la región en materia de salud, pero en mayor proporción en el plano económico). El tercer shock (coincidiendo con la reactivación de la economía mundial) es la significativa elevación en los precios internacionales de bienes que un gran número de países de la región importan, como el petróleo y el trigo.
Otro factor que ayuda a explicar que las protestas de 2021 fuesen mayores que las de 1994 es que las de este año fueron convocadas desde medios que no existían en Cuba en aquel entonces (y que pusieron fin al monopolio sobre la información que solía tener el gobierno): las redes sociales. Pero, a juzgar por las experiencias de otros países, aunque estas reducen el costo de organizar protestas, tal vez no basten para sostenerlas en el tiempo en ausencia de organizaciones sociales y políticas de cierta envergadura (como ocurre en Cuba).