Consultado por el diario El País sobre las causas de la popularidad de Michelle Bachelet, el presidente chileno Sebastián Piñera pergeñó, entre otras, la siguiente respuesta: “Vea usted los gobiernos históricos y actuales en América Latina: la gran mayoría son de centro izquierda… El socialismo promete la mano visible del Estado, (…) que los ciudadanos tienen derecho a que el Estado les resuelva todos sus problemas. En cambio nosotros decimos (…) que cada uno tiene que hacerse responsable de su propia vida”.
Lo primero que llama la atención es que la historia para Piñera parece comenzar hace un cuarto de siglo. De hecho, es sólo a partir del siglo XXI cuando fuerzas de izquierda en Sudamérica (y no en el conjunto de América Latina) gobiernan en la mayoría de los países de la región. En segundo lugar, si el votante medio tiene un sesgo de izquierda, ¿cómo se explica que él resultara elegido presidente inmediatamente después de una presidencia tan popular como la de Bachelet?
Otro ejemplo reciente de cómo los sesgos habituales en la psicología humana influyen sobre nuestras decisiones, es el caso del fallo reciente de la Corte Internacional de Justicia en torno al diferendo entre Colombia y Nicaragua...
Con su respuesta Piñera parece incurrir en el tipo de conducta que él prefiere atribuir al votante medio: es decir, no asumir responsabilidad personal por su propio devenir político. De un lado, no atribuye la popularidad de Bachelet a mérito alguno de su gestión gubernamental (además del sesgo electoral en favor de la izquierda, la atribuye a su historia personal y al hecho de que luego de su gobierno abandonó el país, con lo cual no habría sido víctima de lo que denomina la “degradación de la política”, que se habría producido después). De otro lado, la orfandad popular del propio Piñera no parece tener relación alguna con su gestión de gobierno (no se pregunta, por ejemplo, por qué esa presunta “degradación de la política” se habría producido durante su gestión, y no durante la gestión de Bachelet).
Una ley del Uruguay sobre la donación de órganos parece sin embargo concederle algo de razón al argumento de Piñera. Antes de esa ley, nadie era considerado donante de órganos salvo que manifestara explícitamente su voluntad de serlo. A partir de la vigencia de la ley, todo ciudadano es considerado donante de órganos salvo que manifieste explícitamente su voluntad de no serlo. Es decir, la decisión final recae en el ciudadano, razón por la cual podría pensarse que se trata de un cambio menor. Pero la experiencia de otros países sugiere que las consecuencias de ese cambio en apariencia nimio, serán significativas.
Una investigación de Eric Johnson y Daniel Goldstein se preguntaba por qué distintos países europeos tenían tasas diametralmente opuestas de donación de órganos. No parecía deberse a factores culturales como la religión, dado que países culturalmente similares como Suecia y Dinamarca, Bélgica y Holanda o Austria y Alemania, tenían tasas muy diferentes de donación de órganos: en cada par de países, el primero tenía tasas de donación hasta ocho veces mayores que el segundo. La investigación concluyó que la principal explicación de esas diferencias era la forma en que estaban diseñados los formularios que recaban la información: allí donde ser donante era la opción por defecto (es decir, la seleccionada en forma automática si la persona no expresaba voluntad alguna), la gran mayoría no elegía lo contrario. Y allí donde la opción por defecto era la de no ser donante, la gran mayoría tampoco elegía lo contrario.
Como sugiere Dan Ariely, la razón por la cual la gran mayoría de las personas no expresa voluntad alguna en la materia no sería que la decisión resulta trivial, sino más bien todo lo contrario: pocas cosas pueden ser más personales que decidir la suerte de nuestro propio cuerpo tras la muerte, para no mencionar el efecto que esa decisión pudiera tener sobre nuestros seres queridos. Es precisamente porque se trata de una decisión difícil que nos involucra emocionalmente, por lo que no solemos estar seguros sobre cómo proceder, y toleramos que otro (en este caso, el Estado), decida por nosotros.
Otro ejemplo reciente de cómo los sesgos habituales en la psicología humana influyen sobre nuestras decisiones, es el caso del fallo reciente de la Corte Internacional de Justicia en torno al diferendo entre Colombia y Nicaragua. Estaban en controversia tanto un espacio marítimo como un conjunto de islas y cayos. La Corte de La Haya concedió la soberanía sobre estos últimos a Colombia, pero concedió la soberanía sobre la mayor parte del espacio marítimo a Nicaragua. Es decir, no concedió el íntegro de su demanda a ninguna de las partes, y partió las diferencias. ¿Por qué entonces ese fallo fue interpretado como una severa e inadmisible derrota en Colombia, y como un triunfo incontrovertible y categórico en Nicaragua? Probablemente porque al margen de los pergaminos jurídicos de las partes, fue Colombia y no Nicaragua quien ejerció históricamente control sobre el conjunto del territorio en controversia. Un hallazgo de la psicología experimental conocido como “Endowment Effect” sugiere que es bastante más fácil renunciar a una aspiración que a una posesión efectiva. A diferencia del caso de la donación de órganos, en este la explicación no desafía nuestra intuición: con el paso del tiempo, la posesión genera en quien la ejerce la convicción de que le asiste un derecho de propiedad (o, en el caso de un Estado, de soberanía), al margen de las bondades del argumento jurídico que sustenta esa convicción.