El presidente López Obrador nunca la iba a tener fácil. Su discurso, sus obsesiones y sus resentimientos entrañaban una fuente permanente de conflictividad y, por lo tanto, de polarización y trifulca. Ganar una elección en esos términos implicaba ir siempre a contracorriente. ¿Cómo, en esas circunstancias, emprender su añorada transformación?

La ventaja con la que comenzó era que no venía de los grupos políticos o partidos tradicionales. Su desventaja era que sus enemigos declarados le eran indispensables para poder lograr sus objetivos. Un gran activismo político y mucha negociación y convencimiento quizá -solo quizá- le habrían permitido crear la plataforma transformadora que el país requería. La chamba habría consistido en eso que hacen los políticos exitosos: empujar a unos, convencer a otros, contener a los demás. A México le urgía (urge) un político así porque ningún estadista nace siendo monedita de oro para todos sus conciudadanos; más bien, estos se forjan en el ejercicio de un liderazgo que suma, convence y logra.

El presidente prefirió obviar estas sutilezas para concentrarse en el poder: veni, vidi, vici, en la frase atribuida a Julio César, llegué, vi y conquisté. Pese a su nombre, el proyecto de la 4T nunca fue de transformación, sino de poder y popularidad. Lo que el presidente quería, al menos a partir de su fallida elección de 2006, era que se le respetara su triunfo; no había nada más detrás de ello. Por eso son tan trascendentes las mañaneras: eso es lo que el presidente entiende por gobernar, un extremo de la vieja noción de que gobernar es comunicar.

El presidente comunica, da línea y predica todas las mañanas y con eso cumple y satisface su cometido. Nimiedades como la economía, el empleo y la seguridad son asuntos menores que no ameritan más que retórica. Para evitar tener que lidiar con sindicatos quisquillosos o empresarios demandantes tiene al ejército: los militares no protestan, simplemente se cuadran y hacen. Extender su mandato cobra entonces una lógica impecable: permite darle continuidad a su proyecto sin tener que ensuciarse las manos o convencer a quienes tienen otros puntos de vista o intereses contrastantes, circunstancias normales y naturales en cualquier sociedad.

Evidentemente, todo esto genera conflicto, pero para eso está la descalificación permanente. Nada puede alterar el proyecto de poder, incluso si se acumula evidencia de ineficacia o corrupción. O, como dice el viejo dicho tan mexicano: aquí no pasa nada, hasta que pasa. Y ese es el problema: la realidad siempre exige rendición de cuentas. Esta puede no tener lugar a la manera de las democracias consolidadas en la forma de comparecencias, investigaciones o contrapesos efectivos, pero siempre llega, usualmente en formas poco amables, sobre todo para las administraciones salientes: devaluaciones, crisis, desprestigio. No siempre juntas: con una de las tres basta, como ilustran tantos de nuestros expresidentes.

Y con esa rendición de facto viene la siguiente etapa: volver a inventar la rueda. Porque una vez que se rompe la credibilidad y la confianza, el camino se torna fangoso. En una sociedad dividida y polarizada, las crisis se vuelven puntos de convergencia porque todos acaban perdiendo: unos terminan desilusionados y se sienten traicionados por quien supuestamente los representaba y protegía, los otros porque la experiencia vivida -y la incertidumbre- les hace ser reacios a creer, participar, ahorrar o invertir. El ámbito político está polarizado, pero no hay que perder de vista que, por más polarización que haya, persiste una amplia franja de independientes que cambia de preferencias electorales en segundos. En este sentido, todos acaban siendo perdedores, un contexto que, paradójicamente, también constituye una oportunidad para sumar y comenzar de nuevo. La oportunidad de potenciales estadistas.

Como dijo Krushchev, “los políticos son todos iguales: prometen construir un puente aún donde no hay un río.” Luego de un sexenio de atonía, destrucción y concentración del poder, el país se va a encontrar ante la necesidad imperiosa de reencontrar su camino, no el camino anterior, sino uno de concordia y reconciliación, conducente a un desarrollo integral y equitativo. La pregunta tendrá que ser similar, pero no idéntica, a la que debió enfrentar el hoy presidente: ¿cómo, en el contexto crítico actual, construir un proyecto de desarrollo al que toda la población se pudiera sumar?

Más allá de filias y fobias respecto al presidente y su 4T, nadie puede ignorar algunos hechos indisputables: primero, el sexenio ha estado saturado de acciones y decisiones que han afectado a la población, a inversionistas y a factores clave de gobernanza que entrañan consecuencias; segundo, hay una enorme porción de la población que recibe transferencias a nombre del presidente, como si fuera su dinero, abriendo severas interrogantes para el futuro; tercero, el ejército está involucrado en un interminable número de actividades que no le son naturales ni apropiadas en una sociedad abierta y democrática; y, cuarto, la manera de hacer política del gobierno que está en su última fase ha sembrado odios por doquier. La gran pregunta es cómo comenzar de nuevo, porque eso es lo que habrá que hacer, una vez más.