Con la misma ansiedad con la que los hipsters peregrinan al Mercado Roma los fines de semana, la clase política se ha montado toda junta en el carro de la lucha contra la corrupción.

Si la moda fuera que ser corrupto ha dejado de estar padre -ojo: ahora padre se conjuga con el verbo estar, no ser-, yo mismo me sumaría al entusiasmo que manifiestan los diputados y senadores, a pesar de que las tendencias suelen darme urticaria.

Abordada como simple moda, la lucha contra la corrupción sólo sirve a los políticos que buscan aumentar su popularidad en la opinión pública y con ello lograr ventajas electorales.

Por desgracia, no es así. No veo, en las súbitas profesiones del principio de honestidad, una actitud muy distinta a la que lleva a los políticos a cambiar de restaurante o ponerse calcetines de colores chillantes.

Me encantaría que los hechos me desmintieran, pero no veo otra cosa, en este caso, que la adopción de un discurso políticamente correcto. Es decir, uno que los posicione mejor en las encuestas de opinión pública y les reporte votos en la próxima contienda electoral.

Hace unos meses, ese discurso tenía que ver con evitar la violencia en los estadios -¿se acuerda?- o salvar a los animales de los tratos crueles.

La clase política ha cedido ante el espectáculo. No son los principios los que cuentan, sino la percepción.

Hoy, por diversos factores, los políticos creen que deben verse sensibles ante el fenómeno de la corrupción y aportar ideas -es decir, aparecer en los medios- que hagan ver su voluntad de combatirlo.

Pero no se trata de combatirlo en serio, igual que no se trataba de evitar que los aficionados salieran lesionados en los estadios. Déjeme decirle por qué.

Si hubiera una verdadera voluntad de combatir la corrupción, lo primero que harían los legisladores es transparentar absolutamente todo el dinero público que fluye en el Congreso de la Unión.

De acuerdo con datos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, el Congreso mexicano es uno de los cinco más caros del mundo, entre un total de 202 parlamentos revisados por la organización.

Además de tener una burocracia inflada, que rebasa los siete mil, la Cámara de Diputados y el Senado tienen un presupuesto repleto de discrecionalidades.

El sueldo de los legisladores tiene compensaciones, como apoyos para "gestoría", que ascienden a más de 50% de sus ingresos. A eso se suman subvenciones ordinarias y especiales a las bancadas de los partidos -que no requieren de comprobación- y que el año pasado ascendieron, sólo en el caso de los diputados, a mil 152 millones de pesos entre marzo de 2013 y marzo de 2014.

De acuerdo con la consultoría Integralia, el presupuesto del Congreso de la Unión pasó de ocho mil 36 millones de pesos en 2002 a 12 mil 382 millones de pesos (a precios constantes de junio de 2014).

De esa última cifra, seis mil 795 millones de pesos corresponden a la Cámara de Diputados y tres mil 722 al Senado. El resto es el presupuesto de la Auditoría Superior de la Federación.

Es decir, uno de cada seis pesos erogados por la Cámara de Diputados -que, por cierto, se fija su propio presupuesto- se fue, durante el último año, en subvenciones a las bancadas.

¿Cómo creer en las declaraciones de los legisladores sobre la lucha anticorrupción cuando el presupuesto del Congreso se maneja con altos grados de opacidad?

Los liderazgos parlamentarios afirman que durante el periodo de sesiones que comienza mañana retomarán el tema de la Comisión Nacional Anticorrupción, que duerme en comisiones de la Cámara de Diputados desde febrero pasado.

Eso está muy bien. Y se entiende que el proceso de creación de dicha Comisión -que debe sustituir a la Secretaría de la Función Pública- se complicó, por obra de la Reforma Política, a causa de la construcción de la Fiscalía General autónoma que, a su vez, sustituirá a la PGR.

Lo que no se entiende es que los legisladores pugnen por iluminar la calle mientras su propia casa se mantiene a oscuras.

Durante años, el Partido de la Revolución Democrática ha hecho suya la bandera de la lucha contra la deshonestidad en el uso de los recursos públicos. ¿No sería tiempo -ahora que dos militantes suyos encabezan las dos Cámaras del Congreso de la Unión- que el PRD encauzara, mediante el diputado Silvano Aureoles y el senador Miguel Barbosa, la demanda de transparentar los gastos del Legislativo?

Esa sería, sin retórica, una muestra del avance democrático del que hablaba la semana pasada el dirigente perredista Jesús Zambrano al aludir al hecho de que dos perredistas presiden las Cámaras.

¿Por qué no llama el PRD a Aureoles y Barbosa a presentar una iniciativa para hacer públicos todos, absolutamente todos los gastos del Congreso?

De esa manera, la aseveración, de quien esto escribe, de que los legisladores se suben al carro de la lucha anticorrupción como una simple moda quedaría hecha añicos. Y el Congreso tendría la autoridad moral para demandar al Ejecutivo -y al Judicial, que no canta mal las rancheras- que sea transparente.

Reitero lo que digo desde la semana pasada: 1) la corrupción en México es un problema sobrediagnosticado, y 2) se puede luchar contra ella y lograr avances si existe voluntad en gobernantes y gobernados.

Abordada como simple moda, la lucha contra la corrupción sólo sirve a los políticos que buscan aumentar su popularidad en la opinión pública y con ello lograr ventajas electorales.

Por eso, cuando escuche a un político hacer declaraciones contra la corrupción, pregúntele qué está dispuesto, en concreto, a hacer contra ella.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.