La pregunta clave es si la corrupción es un instrumento para el avance de un proyecto político o un mal que debe ser erradicado. Lo que es cierto es que no se pueden lograr los dos propósitos al mismo tiempo, porque se trata de una flagrante contradicción: o se utiliza a la corrupción o se le persigue con el objeto de eliminarla del panorama. La evidencia a la fecha es que la corrupción es un instrumento en manos del gobierno para la consolidación de su base política y proyecto de poder.

La corrupción es un mal ancestral en México, pero no uno inexplicable. En términos históricos, hay dos factores que la promueven y arraigan. En primer lugar, el viejo sistema político postrevolucionario convirtió a la corrupción, ya de largo linaje para entonces, en un instrumento de poder. El régimen emergido de la épica revolucionaria requería crear un mecanismo que satisficiera a los liderazgos que habían sido parte del contingente ganador y, a la misma vez, consolidar un régimen hegemónico.

La clave de la solución radicó en el sistema de lealtades, nutrido por dos componentes: por un lado, el acceso a la corrupción y, por otro, las complicidades cruzadas. Lo primero permitía, en las palabras inmejorables del dicho todavía vigente, que “le hiciera justicia la Revolución,” arreglo verbal que permitía justificar cualquier cosa y excusar a quien robaba  como un servicio a la patria. Los puestos se asignaban con ese criterio: premiar la lealtad, lo que llevó a otro de los dichos tan reveladores: “no me des; sólo ponme donde hay.” Quien era nombrado director de adquisiciones de alguna secretaría o (mil veces mejor) de alguna paraestatal sabía que no iba ahí para mejorar la productividad, sino a ser compensado por su lealtad.

El otro factor que promueve y, de hecho, hace posible, la corrupción, es la naturaleza del sistema legal que nos caracteriza. En México un inspector de obras de construcción sabe que su trabajo no depende de asegurarse que se hayan seguido los planos originales (o los autorizados), sino negociar con los constructores las diferencias que existan respecto al proyecto inicial. Es así como edificios que cuentan con una autorización de diez pisos acaban siendo de quince. Sin embargo, la culpa no es del inspector o del constructor, sino del sistema que le confiere tan vastas facultades discrecionales al inspector.

Esas facultades discrecionales acaban siendo arbitrarias porque no se apegan a ningún código, regulación o criterio previamente establecido y debidamente publicado (condiciones elementales de cualquier Estado de derecho). Las facultades con que cuenta un inspector se van magnificando en la medida en que uno sube la escala burocrática. En la legislación en materia de inversión extranjera que promulgó el gobierno de Echeverría (y cuyo título no dejaba duda de su objetivo: Ley para promover la inversión nacional y regular la inversión extranjera), el texto establecía prioridades y límites para cada tipo de inversión. Uno podía estar de acuerdo con los objetivos o no, pero el texto era claro en su propósito y pretendía conferirle certidumbre al potencial inversor. Sin embargo, la ley también incluía un artículo que le otorgaba al secretario respectivo facultades plenas para que, a su juicio, modificara los límites de participación establecidos en la ley. Con esas facultades, la ley dejaba de tener importancia, toda vez que la autoridad podía modificar su contenido en cualquier momento. El punto de fondo es que esas facultades discrecionales han sido siempre una fuente de corrupción dentro del gobierno, entre particulares y el gobierno y entre particulares.

La corrupción adquiere muchas formas en el país y no todas involucran dinero. El aprovechamiento de recursos públicos, el uso del presupuesto, la compra de terrenos donde pasará una carretera y tantos otros medios de enriquecimiento tradicional son parte intrínseca de lo que ha sido México y no hay un solo partido político que salga invicto de ello, incluyendo al que gobierna en la actualidad. El uso de recursos públicos para nutrir clientelas es corrupción pura y dura.

Además de los medios tradicionales de corrupción, ahora se suman otros prominentes (si bien no nuevos): el perdón −y purificación− de funcionarios corruptos o empresarios cercanos; la destrucción de instituciones; la eliminación de proyectos clave para niños y sus mamás (como las estancias infantiles) o la disponibilidad de medicamentos. Todas estas son manifestaciones de corrupción que siguen gozando de plena impunidad.

Las dos fuentes clave de corrupción –la naturaleza de la ley y el pago de lealtades− se pueden erradicar porque ambas surgen de factores conocidos y, al menos en principio, modificables. Pero nada de eso se está haciendo. El encarcelamiento de una exsecretaria o el uso del púlpito para atacar supuestos adversarios en nada se diferencia de las prácticas de antaño. Se trata de un escarmiento y no de un proceso de erradicación del fenómeno: se actúa con un criterio acomodaticio, no de acuerdo con lo que marca la ley.

La retórica cambia, pero la corrupción persiste: se trata, como siempre en el periodo post revolucionario, de la consolidación del poder. Nada más.