Carmen Guadalupe Vásquez Aldana tenía 18 años cuando sufrió un aborto espontáneo, es decir una situación involuntaria, que le puede ocurrir a cualquier mujer. La joven, que había sido violada, acudió a requerir atención médica por las hemorragias que sufría producto del aborto, y por dicha causa fue acusada por las autoridades de la institución, convirtiéndose luego también en víctima de la violencia institucional de su propio país.

Por ese accidente, por sufrir un aborto de cuya autoría resultó acusada, fue condenada a 30 años de prisión por un sistema judicial que la encontró culpable de homicidio agravado.

Esperemos este caso sirva para reabrir el debate y avanzar verdaderamente en el reconocimiento de los derechos de las mujeres, motivando no solo una modificación legislativa sino una verdadera transformación del tradicional rol que la sociedad les asigna.

El Salvador prohíbe terminantemente el aborto, sin contemplar ningún tipo de eximente de responsabilidad. La mujer no puede eludir su función biológica de ser madre, aun cuando esté en peligro su salud o su vida. El Salvador junto a Nicaragua y Chile cuentan con las legislaciones más restrictivas respecto del aborto en América Latina.

Paradójicamente, aunque quizá no haya ninguna paradoja en esto, El Salvador es el país con la mayor tasa de embarazo adolescente de Latinoamérica. Además, según cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el once por ciento (11 %) de las mujeres y niñas que se someten a un aborto clandestino, mueren. Dicho de otra manera, esta defensa a ultranza de la vida, mata.

Carmen fue indultada por decreto de la Asamblea Legislativa el pasado 21 de enero de 2015. A los 24 años salió de la cárcel, pero quedaron tras las rejas más de siete años de su vida. El caso de Carmen Guadalupe no es único. Siguen en prisión otras 16 mujeres condenadas en similares condiciones y que esperan que su situación sea revisada.

Y habrá otras muchas Cármenes. La Prensa Gráfica publica que en El Salvador “cada media hora una adolescente da a luz y se convierte en madre, según datos revelados por el Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA)”.

La brutal represión de la que son víctimas las mujeres resulta inaceptable, en tanto con las condenas a las que son sometidas, se violan los derechos humanos y fundamentales a la vida, a la salud y a no ser discriminadas. Resulta contradictorio que un estado que ratifica la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, y que incluso cuenta con “El Instituto Salvadoreño para el Desarrollo de la Mujer”, al mismo tiempo ponga deliberadamente en juego la salud y la vida de las mujeres con su legislación discriminatoria y retrograda en materia penal.

La situación es de tal gravedad que la criminalización absoluta del aborto pone en riesgo la salud y la vida de mujeres que con temor a ser juzgadas desisten de requerir atención médica colocándolas en una situación de desprotección absoluta.

Si bien la revisión de la condena de Carmen sin duda ha sido positiva, la materia pendiente y urgente, es reformar la legislación sobre los derechos sexuales y reproductivos revirtiendo la situación de marginación en la que se encuentran mujeres y niñas salvadoreñas. El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales ya se expresó al respecto, solicitando al estado salvadoreño que revise y reforme las leyes extremas del aborto, teniendo en cuenta que el aborto clandestino y el VIH-SIDA son unas de las causas principales de muerte de las mujeres en dicho país.

Esperemos este caso sirva para reabrir el debate y avanzar verdaderamente en el reconocimiento de los derechos de las mujeres, motivando no solo una modificación legislativa sino una verdadera transformación del tradicional rol que la sociedad les asigna.

*Esta columna fue publicada originalmente en Asuntos del Sur.