En la avalancha de análisis que han comenzado a hacerse sobre la espectacular caída de Silvio Berlusconi, hay una que parece que ha ganado preeminencia, y es la que enfatiza que fueron los mercados los que tumbaron al Cavalieri. No fueron sus numerosos escándalos –el último de los cuales lo involucraban en prostitución con menores de edad–, no fueron las acusaciones de corrupción, ni fue tampoco su abuso de poder, sino la implacable y fría lógica de los mercados internacionales lo que lo echaron a la cuneta de la historia. La muerte política de Berlusconi no fue decretada por una corte de derecho, sino por las bolsas de valores.

Hay algo de ironía en esta visión de la crisis italiana. Berlusconi no solo que amasó una fortuna –una de las más grandes de Europa– gracias a su actividad de empresario privado, sino que se promovió políticamente como un líder convencido de las bondades del mercado libre, la empresa privada y la apertura económica. Y sin embargo, esas mismas fuerzas son la que terminaron provocando su aparatosa salida por la puerta trasera del Palacio del Quirinal, donde presentó la otra noche su renuncia como presidente del Consejo de Ministros.

Más irónico es el hecho de que la crisis económica italiana se origina básicamente en el desordenado manejo fiscal del gobierno y la demora en adoptar medidas para poner algo de disciplina en el gasto público italiano. Y lo es porque los antecedentes de Berlusconi harían suponer precisamente lo contrario, es decir, que la disciplina fiscal sería una de las principales preocupaciones de su gobierno.

Pero estas observaciones son incompletas. Berlusconi no cae realmente por la culpa de los mercados. La razón de su caída radica en la razón de su victoria. Nos referimos a la profunda desinstitucionalización del sistema político italiano gracias a su carisma, popularidad y oportunismo.

Berlusconi no cae realmente por la culpa de los mercados. La razón de su caída radica en la razón de su victoria. Nos referimos a la profunda desinstitucionalización del sistema político italiano gracias a su carisma, popularidad y oportunismo.

Una Italia debidamente institucionalizada habría podido capear la crisis económica sin provocar la profunda fractura política que ha significado que el presidente del Consejo de Ministros tenga que renunciar creando un peligroso vacío de legitimidad democrática en una nación que luego de las últimas reformas constitucionales aspiraba a enterrar la inestabilidad parlamentaria que la caracterizó durante las décadas de los 70 y 80.

Si la economía italiana se había estancado no era necesariamente por falta de recursos o de rigideces estructurales. Ese estancamiento era el reflejo de un régimen político dominado por el populismo de Berlusconi. Su creciente concentración de poder, su estilo de desconocer a la oposición, su total desprecio por la independencia judicial y separación de los poderes, el control que él ejercía sobre los medios de comunicación de su propiedad y su permanente guerra contra los pocos, pero valientes, periodistas independientes convirtieron a Berlusconi en el verdadero “padrone” de Italia.

No es de extrañarse entonces que Silvio no haya podido avizorar el tsunami que se le venía a Italia a pesar de las advertencias de la oposición. Como todo buen populista, se veía invencible. Ahora es el pueblo italiano quien deberá pagar su aventura.

*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com.