La forma en que concluya este sexenio será determinante del potencial futuro del país. Dado el enorme poder y legitimidad que ha acumulado el presidente en estos años, el asunto se remite en buena medida a una disyuntiva muy simple: ¿quién ganará: la narrativa o la realidad?
En un video reciente que se tornó viral, el consultor político Antonio Sola dice que AMLO es un presidente de transición que decodifica la realidad nacional con lo que creará las condiciones para gobiernos de las próximas décadas. Su argumento es esencialmente que AMLO es dueño de la narrativa porque domina la técnica de contar historias que tocan las emociones y que lo puede hacer porque no tiene competencia, dado que la oposición juega el juego del presidente en lugar de construir una narrativa alternativa. Aunque no es nuevo, el argumento es poderoso porque bien podría determinar el devenir del sexenio y, en consecuencia, la naturaleza del próximo.
El otro lado de la moneda es que no todo es narrativa. Estimular las emociones de los votantes, eso que hacen los políticos, es central para el ejercicio del liderazgo en una nación, pero no es substituto del desempeño gubernamental, especialmente en economía y seguridad, lo fundamental para cada uno de los integrantes de la sociedad.
En tanto que la realidad camine en paralelo a la narrativa, es decir, que una complemente a la otra, el liderazgo presidencial se fortalece. En sentido contrario, cuando la distancia entre ambas resulta insostenible, alguna de las dos acaba imponiéndose, usualmente la realidad… Esa es la tesitura que, desde mi punto de vista, determinará el devenir de los próximos dos años.
La manera en que concluya el sexenio será determinante de la capacidad que retenga el presidente para nominar a su candidat@ preferido y, no poco importante, evitar que se fracture Morena. Hasta ahora, el presidente ha logrado dominar el panorama político con su excepcional habilidad narrativa, pero su indisposición a promover el crecimiento económico, y su terquedad en controlarlo todo, ahora también lo electoral, ha estancado al país y provocado divisiones cada vez más profundas. Además, la destrucción institucional y concentración del poder desincentiva la inversión productiva al elevar la percepción de riesgo. El resultado es que, por maravillosa que sea la narrativa, su distancia respecto a la realidad cotidiana es creciente.
En este contexto, hay dos maneras de enfocar lo que venga de aquí al 2024: una es la forma en que evolucione la economía y la seguridad en los próximos dos años, pues eso determinará tanto la distancia entre la narrativa y la realidad, como la fortaleza del presidente. Por otro lado, independientemente de como termine el sexenio, los pasivos que dejará esta administración serán monumentales con repercusiones dramáticas que se medirán en términos no de años sino de generaciones.
Hasta los creyentes en el proyecto presidencial tendrán que reconocer que se han creado pasivos estructurales que no serán fáciles de corregir. Aquí van algunos por demás obvios: primero que nada, la destrucción de la confianza y de las fuentes institucionales de certidumbre. Parte de esto se debe más a Trump que a López Obrador (por el debilitamiento del TLC), pero el efecto conjunto es devastador y llevará décadas construir algo susceptible de sedimentar fuentes de confianza sostenibles, no politizadas. Segundo, el cambio en la estructura del presupuesto gubernamental repercutirá en la falta de crecimiento más allá del sexenio porque será sumamente difícil eliminar rubros de gasto que son política y socialmente trascendentes (especialmente las transferencias clientelares), pero que no contribuyen al crecimiento general de la economía. Tercero, derivado de lo anterior, lo mismo es cierto del gasto que hoy se ejecuta a través del ejército y que, además de su potencial de corrupción, no contribuye a la función central de esa institución y distrae recursos que son requeridos para la promoción del desarrollo. Finalmente, el sistema educativo, de por sí un fardo ya viejo para el desarrollo especialmente en la era digital, no sólo no va a haber avanzado, sino que adquirió un cariz profundamente ideológico que podría llevar a generaciones de egresados sin posibilidad alguna de ser empleados en el aparato productivo.
Estos cuatro ejemplos ilustran la naturaleza del actual gobierno el cual, más allá de sus dogmas y obsesiones, ha tenido por único objetivo el poder, no un futuro mejor. La narrativa ha servido para afianzar esa concentración de poder, pero no será benigna en el momento de sucesión. Desde luego, esto no altera el enorme desafío que enfrenta la oposición para convencer al electorado de un mejor futuro para destronar el, hasta hoy exitoso, perfil presidencial.
Además del estancamiento económico, los déficits estructurales que dejará el gobierno actual son inconmensurables. Por ello, es temerario extrapolar hacia el futuro suponiendo que nada va a cambiar: la frase latina ceteris paribus, que implica que todo se mantiene constante. Para una sociedad acostumbrada a una permanente relación transaccional con los gobernantes -votos por beneficios- ninguna narrativa compensará la falta de empleos, oportunidades, seguridad y, en una de esas, otra crisis.