Una de las razones por las que Daniel Kahneman obtuvo el Premio Nobel de economía es su aporte al estudio de los sesgos psicológicos que restringen nuestra capacidad de tomar decisiones racionales. Uno de los sesgos que describe Kahneman es el denominado “error fundamental de atribución”. Este consiste en que, aun conociendo el contexto y las circunstancias que restringen la conducta de terceros, tendemos a ignorar esa información al juzgar las motivaciones tras esa conducta. Un ejemplo que brinda el propio Kahneman es el siguiente: se menciona a las personas que son parte de un experimento que una estudiante ha sido contratada con el propósito de brindar una ardorosa defensa de Hugo Chávez. Cuando, tras su actuación, se pregunta a esas personas cuál creen que es la orientación ideológica de la estudiante, la gran mayoría de los participantes le atribuye una orientación de izquierda: pese a que sabían que había interpretado bajo contrato un guion brindado por los investigadores, los sujetos del experimento atribuían su defensa de Chávez a motivaciones personales de la intérprete.

Antes de llegar al gobierno, Hugo Chávez declaró en dos entrevistas que él no era socialista y que Cuba era una dictadura. Del mismo modo que en septiembre de 1960 Fidel Castro declaraba en los Estados Unidos que ni él era comunista ni pretendía instaurar una dictadura en Cuba. Existen cuando menos dos posibilidades. La primera es que ambos mintieran en forma deliberada. Pero hay razones para dudar de esa posibilidad. Existía un Partido Comunista en Cuba antes de la revolución de 1959 pero, en lugar de militar en él, Castro fundó su propia organización política, la cual reivindicaba, antes que a Karl Marx, a José Martí. Entre los guerrilleros que lo acompañaron en la Sierra Maestra, el único que se reivindicaba comunista, según recuerdo, era el Che Guevara. Habrían sido las sanciones estadounidenses y el fallido intento de invasión en Bahía de Cochinos lo que propició la radicalización del liderazgo cubano.

En cuanto a Hugo Chávez, pregúntese por qué la campaña en favor de su reelección indefinida comienza en 2003 y la ley que le permitió controlar el Tribunal Supremo de Justicia se aprobó en 2004. Tal vez eso era lo que siempre quiso hacer, pero cuando menos habría que admitir que la conducta de la oposición le facilitó el camino: la deriva autoritaria del chavismo fue posterior tanto a la huelga general indefinida que encabezara entre 2002 y 2003 el personal de alto rango en PDVSA (una empresa fundamental para el desempeño económico del país), como al fallido golpe de Estado de 2002. En otras palabras, cuando tu conducta hacia un rival político parte de la presunción de que ese rival encarna una amenaza existencial con la que no cabe transacción alguna, corres el riesgo de convertir esa presunción en una profecía auto cumplida.

De otro lado, cuando se menciona el riesgo de que un hipotético gobierno de Pedro Castillo convierta a Perú en Venezuela, lo que se suele tener en mente es la Venezuela actual. Es decir, un país bajo un régimen autoritario, con hiperinflación, y que cada año bate su propio récord de caída del PIB. Pero las cosas no empezaron así. El autoritarismo se consolidó tras una década en la que la economía creció y se redujo la pobreza: Hugo Chávez llegó al gobierno en 1999, la debacle económica se inició poco después de su muerte en 2013. En Bolivia y Ecuador, por cierto, no hubo una debacle comparable: los abusos de poder de Evo Morales y Rafael Correa se produjeron, en lo esencial, con una economía en crecimiento.   

 Es decir, incluso bajo el supuesto de que un hipotético gobierno de Castillo implicaría el riesgo tanto de una deriva autoritaria como de una debacle económica, es altamente improbable que ambos riesgos se materialicen en forma simultánea.