Todo va según lo previsto. El periodo de gracia para evitar el default acabó el viernes 22 de mayo y el gobierno lo ha extendido hasta el 2 de junio, siempre que algún inversor no se ponga nervioso y lo precipite en cualquier juzgado de Nueva York. Si juzgamos por la cobertura en la prensa económica, a nadie parece importarle mucho esta nueva suspensión de pagos. Es apenas un capítulo menor de los efectos de la pandemia en las economías emergentes. Un capítulo menor y previsible. Un desenlace que apenas inquieta, ¡qué diferencia respecto a default anteriores cuando Argentina era el centro del universo!, ¿son los negociadores argentinos conscientes de su nueva realidad?

Si nos limitamos a un análisis racional, puramente financiero, las diferencias no parecen insalvables. La propuesta oficial equivale, en valor presente, a pagar 39 centavos por cada dólar de deuda, suponiendo que la deuda argentina post restructuración se comportara como en los episodios anteriores. En 2005 y 2010 se pagaron 42 centavos. Los inversores parecen dispuestos a aceptar 50. Pero quieren cobrar ya, con una moratoria de un año máximo. El gobierno insiste en que los pagos empiecen una vez terminado este periodo presidencial, es decir, cuatro años. Difícil, porque la seguridad jurídica y el respeto de los compromisos previos no es un valor del que pueda presumir la República argentina. El peso de la historia juega en contra. Recordemos al Woody Allen de Take the money and run. Quizás premonitoriamente, la película de 1969 se tradujo de manera diferente España y Argentina. En España, aceptemos que como ejemplo de país acreedor, se llamó Agarra tu dinero y corre, pero en el país deudor el título fue, Robó, huyó y lo pescaron. Esa doble mirada a una misma realidad describe muy bien las diferencias entre los negociadores.

Argentina está atrapada en su fracaso. Tener un tío en América es una expresión coloquial para expresar lo mucho que le debe España. Un reflejo de la envidia y admiración con que se contemplaba ese país hace apenas 50 años. Por esa historia compartida, por su tamaño, por su potencial, por geopolítica, Argentina fue el primer destino de la internacionalización de las empresas españolas cuando supimos superar el aislacionismo e intervencionismo. Y también probablemente el lugar donde mas se perdió. Por la inseguridad jurídica, por la intervención constante, por el populismo político, por el permanente ejercicio de milagrería económica que ha condenado a ese país al subdesarrollo.

La suspensión de pagos no es el problema, sino el síntoma, una manifestación más de la enfermedad. El país no es viable económicamente sin reformas profundas. Necesita de la inversión extranjera para crecer. Los inversores lo saben, pero saben también que sin cambios radicales y sostenibles este default no será el último. Y tienen prisa, mucha prisa por cobrar. El gobierno quizás también lo sabe, concedámosle el beneficio de la duda, y pide tiempo para atacar los problemas seculares. Su problema es cómo convencer a los inversores, cómo incentivarlos a que vuelvan a apostar por un país que hasta ahora sólo les ha dado disgustos. Cómo romper el círculo vicioso de endeudamiento creciente, tipos cada vez más altos, descontrol fiscal y default.

La situación del gobierno no es sencilla. Entrampado entre una base social que le pide castigar a los especuladores, una élite política que se nutre de un nacionalismo enfermizo y nostálgico de glorias perdidas, una oposición que le está esperando por su demagogia y deslealtad histórica, una comunidad económica y empresarial descreída que ha buscado refugio en el exterior. No puede, ni parece tampoco que quiera, contar con unas instituciones multilaterales que han perdido gran credibilidad por sus fracasos anteriores y son hoy su principal acreedor. El FMI, que el 19 de febrero de este año anunció que la deuda argentina era insostenible y su repago “económica y políticamente inviable”, es uno de los principales acreedores (unos US$ 50.000 millones) y tendrá que decidir si acepta perder su estatus de acreedor preferente y participa en la restructuración. Facilitaría así el acuerdo, pero sentaría un precedente y afectaría al rating de todas las multilaterales, como el Banco Mundial o el Interamericano que tendrían muy difícil no sumarse al acuerdo.

La restructuración de la deuda argentina es inevitable desde hace mucho tiempo. La única cuestión pendiente es si será caótica y precipita al país hacia un nuevo aislamiento, recesión y convulsión política. O se negocia y se convierte en un indicador adelantado de acuerdos de nuevo tipo. Es un precedente demasiado importante para dejarlo al albur de un gobierno y unos acreedores miopes. Los mecanismos disponibles de negociación y resolución internacional de disputas sobre deuda –el Fondo Monetario Internacional, el Club de París, etc. – parecen hoy insuficientes. Hay que repensarlos con urgencia porque las suspensiones de pagos serán inevitables en el escenario macroeconómico provocada por el COVID-19.

Con urgencia, con imaginación y con mayor cooperación internacional. La iniciativa para la reformulación de la estrategia internacional para hacer frente a la restructuración de deudas soberanas debería corresponder al FMI. Pero esta institución parece sufrir fatiga de materiales y trastorno bipolar, debatiéndose entre su papel de acreedor y su ansia de hacerse perdonar pecados anteriores y convertirse en una ONG. Y sin embargo, Argentina y el mundo necesitan un “honest broker”, una institución fiable y confiable que pueda mediar entre los intereses de deudores y acreedores internacionales, que pueda imponer moratorias forzosas, pero que pueda también definir, negociar y asegurar el cumplimiento de la necesaria y deseable condicionalidad económica. Si firmar un crédito es siempre una cierta cesión voluntaria de soberanía, el compromiso de dedicar una parte de los recursos al cumplimiento de las obligaciones contraídas, una restructuración negociada solo puede implicar mayores compromisos y garantías de cumplimiento. Es el precio justo del alivio obtenido. El acuerdo entre el gobierno argentino y sus acreedores sería más fácil si hubiese una institución que pudiese coordinar esos incentivos de manera exitosa.