En los últimos meses he visto cómo los medios financieros regionales y algunos del mundo han reverdecido laureles en ese deporte notoriamente popular desde hace más de diez años: anticipar el colapso económico de Argentina. Si bien algunas de esas visiones apuntan la existencia de problemas reales (la tasa de inflación de dos dígitos, por ejemplo), muchas -bajo la forma de una admonición moral- encubren lo que los alemanes con gran perspicacia bautizaron como schadenfreude, esto es, la alegría ante la desgracia ajena. Dicho “en cristiano”, muchos expertos y economistas prefieren suspender el uso de su inteligencia en pos de disfrutar, a cambio, el placer anticipado del castigo: esa sensación forticante que los “puros” sienten cuando los “impuros” caen en penuria.

La referencia a “puros” e “impuros” es intencionada. En su trabajo ya clásico, Pureza moral y Persecución en la Historia, Barrington Moore demuestra cómo sistemas de pensamiento religiosos y laicos totalizantes legitiman el castigo (y hasta la eliminación) de los diferentes y desviados, en lo que resulta ser una herramienta fundamental para el autocontrol de los “fieles”, obligados a sostener prácticas y creencias que se revelan imposibles de cumplir, o se demuestran falsas en su cotejo con la realidad. Todo aquel que es fiel en ese modelo, arguye, es un pecador arrepentido que debe cooperar con el castigo de los distintos.

Y la elite actual en el poder en Argentina no sólo es distinta. Está orgullosa de serlo. Para ser franco, posee una altivez que resulta irritante hasta que uno descubre que es similar a la que muestran sus pares de EE.UU., Brasil o Chile. La diferencia es que los argentinos defienden altivamente acciones que no son parte del mainstream aceptado como el correcto para promover la prosperidad económica. Así es como vemos en la televisión a su viceministro de Economía que se presenta, en el Congreso, sin corbata y en mangas de camisa, para defender una estatización parcial de una gran empresa petrolera hispana, y que aprovecha para remarcar la indignidad que implica que el establishment económico de España acepte sin rechistar que los expertos mainstream de la freshwater economics (economistas liberales que se enfocan en ver a los agentes económicos operando siempre bajo expectativas racionales y creen que la economía es una ciencia de alta consistencia interna) incluyan al país en la sigla PIIGS (formada por las iniciales de las naciones en problemas, pero que también significa “cerdos” e implica que sus problemas han provenido de un gasto y consumo desmedido y hedonista).

Los argentinos disienten. Y han decidido probar un camino distinto. Uno que conlleva, es cierto, el riesgo de desperdiciar recursos escasos, de alejar inversiones extranjeras en el sector de commodities, de reducir las opciones de consumo babélicas en el mercado de gadgets. Pero tienen derecho a ello. En el fondo, lo que sucede es que molesta que Argentina esté jugando el juego para el cual las democracias están hechas: el de la prueba y error...

La anécdota puede parecer muy menor. No lo es. Manifiesta algo que resulta difícil de comprender en la región (con la excepción de Bolivia, probablemente): que la política económica de una sociedad no es la adaptación de un credo o una ciencia a las condiciones materiales de esa sociedad. No. Es el uso de una caja de herramientas para obtener metas que son el resultado de una lucha de origen político. Lucha que encubre intereses que ya no son “técnicos”. Se trata de pugnas y debates nada inocentes que se dan sobre canchas que ya están inclinadas por los resultados previos de la Historia.

Así, donde en Chile y Perú los gobiernos arguyen que sus medidas son “la mejor solución técnica” y, en ese sentido, la solución óptima; en Argentina se habla de lo que realmente ocurre: cada opción económica es siempre un “subóptimo”. Alguien sale perjudicado. Bajo ese cristal, las decisiones económicas no están distorsionadas por la política o los “políticos”. Al contrario siempre son centralmente políticas. La economía es la política por otros medios.

La mirada anterior provoca escalofríos entre los analistas y economistas que creen que hay una única manera de lograr el óptimo: no haciendo nada distinto a establecer un sistema judicial y policial eficientes. Y sostener la estabilidad del valor de la moneda. Hecho esto, arguyen, el desarrollo y la prosperidad vendrán -como en la bienaventuranzas bíblicas- por añadidura. La única “herejía” reciente que se ha agregado a este credo es la que dice que debe promoverse activamente la educación.

Los argentinos disienten. Y han decidido probar un camino distinto. Uno que conlleva, es cierto, el riesgo de desperdiciar recursos escasos, de alejar inversiones extranjeras en el sector de commodities, de reducir las opciones de consumo babélicas en el mercado de gadgets. Pero tienen derecho a ello. En el fondo, lo que sucede es que molesta que Argentina esté jugando el juego para el cual las democracias están hechas: el de la prueba y error, en vez de conformarse con ser con lo que le ofrecen en la división mundial del trabajo: el mayor exportador mundial de harina de soja, aceite de soja y biodiésel (y de té para té frío en EE.UU.).

Lamentablemente, si se exceptúa a la elite paulista y del sureste brasileño, los economistas de la región piensan que su empeño en tener industria automotriz ¡y de alta gama! para abastecer a Brasil, de fabricar satélites, molinos de viento, turbinas hidroeléctricas, centrales nucleares, baterías de litio y diseñar microchips es una vuelta atrás, a viejos fracasos de hace más de medio siglo. Pero son ellos los que están bajo el efecto hipnótico de un economista muerto hace cerca de medio milenio; Felipe II. Un economista que generó un modo de vivir que Miguel de Unamuno expresó muy bien a principios del siglo XX; “¡¡Que inventen, ellos!!”. Los otros. Los que dominan el mundo. Por ello, si algo debe criticarse a Argentina (aparte de medidas microeconómicas torpes) es su falta de audacia para avanzar más rapidamente en busca de lograr, aunque sea una porción pequeña de los nuevos sectores de alto valor tecnológico agregado que se incuban en este momento a nivel global (quizás con la excepción de la nanotecnología), la lentitud en crear cadenas de valor en las industrias en las que ya posee ventajas. Donde no puede hacérselo es en el redescubrimiento de esta verdad: a veces hay que perjudicar al consumidor para darle ventajas al ciudadano.