“El diálogo está yendo por donde queremos que vaya”, afirmó el ministro de Economía argentino Martín Guzmán en una entrevista en la prensa española. Pero para todos los demás observadores, Argentina camina decididamente hacia su novena suspensión de pagos desde la independencia, un récord nada envidiable. Tres son las preguntas obvias: cómo hemos llegado hasta aquí, qué hay de nuevo esta vez, y cómo se puede evitar el desastre repetido.

Más allá del error de Macri de aplicar una política gradualista y de confiar excesivamente en su propia credibilidad personal para atraer y mantener inversión extranjera, el país sigue sin encarar problemas largamente enquistados en la estructura económica y social argentina. Me limitaré aquí a enumerar los tres más citados en la literatura económica: elevada dependencia de la exportación de unos pocos commodities, una estructura fiscal insostenible agravada por un federalismo irracional y un riesgo regulatorio consustancial que mina la confianza de los propios argentinos en su país. Todo ello configura un cuadro perverso de una economía extractiva, dominada por grupos sociales capturadores de rentas. La imagen de un país rico muy cercano a un Estado fallido condiciona el marco mental  de inversores y acreedores y explica sus exigencias: “enséñeme el dinero que de promesas ya estamos sobrados”.

La novedad es que el default argentino, largamente anunciado, puede acabar precipitándose porque el gobierno actual piensa seriamente que la situación de emergencia mundial causada por el COVID-19 mejora sustancialmente su capacidad  de negociación. Grave error, porque los males del país no nacen con el coronavirus, aunque sin duda los agrave. La Argentina no es Colombia o Chile, países básicamente bien gestionados que, sin embargo, están sufriendo de la salida masiva de capitales y del desplome de la relación real de intercambio, hasta verse obligados a solicitar la activación de una línea flexible de crédito contingente del FMI. Pero tampoco es Haití, un país que puede contar con una moratoria de deuda oficial, y privada si es que hay de ésta, y para los que la solidaridad internacional es solo cuestión de grado, pero no se discute.

Argentina está en ese bloque de países de renta media, pero altamente dependientes, para los que es necesaria una doble coincidencia: creatividad y credibilidad. Creatividad en el diseño de fórmulas heterodoxas para afrontar el problema de la deuda externa y credibilidad en que las políticas económicas están bien diseñadas para afrontar los problemas estructurales. La primera condición es más sencilla, pero está crucialmente vinculada a la segunda. No habrá magia financiera, por original que sea, que evite la suspensión de pagos sin un examen serio y riguroso de la sostenibilidad de la política económica. Sin la presencia de eso que en la última crisis europea llamamos “los hombres de negro”, funcionarios de la Comisión Europea que velaban por el cumplimiento de la ortodoxia básica. Papel disciplinador que en Argentina solo puede jugar el FMI, aunque a veces parezca reacio a asumirlo y se quiera situar en la confortable posición de árbitro. Si el FMI hace de ONG y se pone de perfil, ¿quién va a dar confianza a los acreedores de que esta vez puede ser diferente?, precisamente en un país persistentemente incumplidor como Argentina.

Por eso se entiende también mal la opción del gobierno argentino de posponer la negociación con el Fondo a la existencia de un acuerdo previo con los acreedores. Pareciera que limita el  papel del FMI al de acreedor preferente, más paciente y comprensivo que los fondos de inversión o los puramente especulativos que están constreñidos por sus obligaciones fiduciarias. Al actuar así ignora, no sé si deliberada o ingenuamente, el papel del Fondo Monetario como oferente de credibilidad para un país largamente necesitado de ella.

La propuesta del gobierno es muy dura en términos financieros, una moratoria de tres años y un tipo medio del 2,3% frente al 7% que piden los acreedores. Tan dura que no será la última. Pero es mucho más dura en términos políticos, porque exige un margen de confianza ciego a un país y un partido, el Justicialista, cuya trayectoria es todo menos ejemplar en el cumplimiento de sus obligaciones externas.

Se puede y se debe negociar en términos financieros. En el contexto de la crisis humanitaria que va a provocar el COVID-19, se pueden discutir, y no descarto que hasta aceptar, propuestas como la del exministro Prat-Gay de que el FMI pueda hacerse cargo de una parte importante del servicio de la deuda externa de los países emergentes. O otra parecida de Gulati y Buchheit por la que los países canalizarían sus pagos externos posibles al Banco Mundial y este los reinvertiría en el país vía créditos condicionales. Se aplicaría así un procedimiento parecido a lo que hacen los bancos comerciales con sus acreedores corporativos en riesgo de concurso, cuando califican una parte de sus obligaciones como deuda no sostenible y la aparcan para su posterior consideración y eventual cancelación. Pero para ello, exigen previamente un plan de viabilidad de la compañía. Y lo estresan ante distintos escenarios.

Ese plan de viabilidad es lo que le falta a la Argentina. La condición necesaria para que la negociación financiera sea posible y se pueda evitar la suspensión de pagos. Un plan y una institución que vigile su cumplimiento. Le queda muy poco tiempo hasta el 22 de mayo.