Este martes fueron conocidas las propuestas del Ejecutivo para algunos cambios constitucionales. Me llamaron la atención algunos de ellos, y deseo en esta ocasión hacer algunas consideraciones al respecto, pues varían entre ser aceptables hasta ser evidentemente inconvenientes. Por ejemplo: al suprimir el artículo 160, los diputados pueden ser ministros y funcionarios de Estado. Esto provoca sonrisas de incredulidad. No tiene sentido alguno, por impráctico.

¿Cómo podrá alguien atender los problemas de cualquier ministerio y además cumplir con la asistencia a las sesiones del Congreso? Además, si son llamados a interpelación, ¿podrán serlo por sus compañeros de bancada? Es válido preguntar esto último porque en Guatemala, el plomo flota…

El artículo 223 sugerido habla del Tribunal Supremo Electoral como la máxima autoridad en la materia, cuyos integrantes durarán en el poder por seis años. Sin embargo, no dice nada acerca de cómo debe ser el proceso de elección de los magistrados. Ese fue precisamente el problema de las elecciones anteriores, en las cuales al menos dos de estos funcionarios llevaban instrucciones precisas de poderes políticos de facto para echarle tierra al TSE y provocar dudas de su capacidad y su idoneidad. El artículo 246 permite el nombramiento de un civil como Ministro de la Defensa y le da poderes al Ejecutivo para “disponer del ejército” con el fin de mantener el orden público, la paz y la seguridad. Hay materia para discusiones de todo tipo y origen.

A mi criterio queda clara la necesidad de meditar mucho antes de hacer cambios, y para evitar innecesarios alegatos, darlas a conocer y pedir criterios de los sectores sociales.

En algunos casos, es muy lamentable la necesidad de agregar a la Constitución párrafos como el del artículo 110, según el cual “no tienen derecho de indemnización” los funcionarios o dignatarios electos o nombrados para períodos fijos. Eso es respuesta al colmo ya practicado algunas veces, de exigir indemnización por quienes han ejercido estos puestos. Lo mismo ocurre en el caso de quienes tienen derecho de antejuicio y se declara con lugar la formación de causa. No debería ser necesario especificarlo, porque a mi juicio es de elemental comprensión, como tampoco lo referido en el artículo 240, según el cual los principios para inversiones y gastos estatales son: el de eficiencia, de igualdad, de razonamiento, de precios competitivos.

Un artículo me parece muy problemático. De hecho, le quita al español la calidad de idioma oficial único, al decir “son idiomas oficiales del Estado el español para todo el territorio nacional y los idiomas indígenas que establezca la ley”. ¿Qué ley? No lo expresa. Por aparte, asumiendo -por ejemplo- que en las Verapaces e Izabal, donde el idioma maya de la zona es el kekchi’, pero al mismo tiempo es territorio del español, es necesario aclarar cuándo se utilizará uno de ellos con validez legal. Además de ello, se debe analizar si hay suficientes maestros o funcionarios judiciales, médicos, etcétera, para poder hacer efectiva la medida. El asunto se complica porque no todas las lenguas indígenas tienen una gramática y ortografía definidas.

En el caso de las regalías por la explotación de recursos naturales no renovables, la propuesta habla de 40% de participación estatal. Si un proyecto tiene éxito, la idea es aceptable. Pero si es un fracaso por cualquier motivo, porque al fin y al cabo se trata de una aventura económica, el Estado debería cargar con el 40% de las pérdidas, además del 40% de las inversiones. Ciertamente es necesario mejorar la participación estatal en las ganancias, pero también se deben analizar las reglas de ese juego de megainversiones económicas. También aquí hay mucho tema para discusión. A mi criterio queda clara la necesidad de meditar mucho antes de hacer cambios, y para evitar innecesarios alegatos, darlas a conocer y pedir criterios de los sectores sociales.

*Esta columna fue publicada originalmente en PrensaLibre.com.