Lo que Alemania le hace en estos días a Grecia (y sin darse cuenta a Europa misma) es terrible. Ha decidido que, como un par de gobiernos corruptos desfinanciaron a este último país creando un gran déficit fiscal, los ciudadanos griegos deben pagarlo con un desempleo y deflación sin atenuantes para sus cuerpos y psiquis. Si, en 1945, los Aliados hubieran tenido una actitud similar frente al infinitamente corrupto club de gángsters globales recién derrotado en Berlín, no habría ocurrido el verdadero “milagro” alemán: desde 1970 la nación que fuera la mayor amenaza a la paz por un siglo, se ha convertido en una comunidad libre, creadora, admirable. Sus aportes a la tecnología, ciencias y artes, probablemente sólo se comparen con los de los EE.UU. mismos. Para dar dos ejemplos “menores”: los avances más promisorios en medicina de plasma –que pronto revolucionará muchos tratamientos médicos– se realizan en las tierras del Rhin, en tanto que la pintura germana (Richter, Kiefer, Baselitz, Beuys, Polke, Rauch, Blinky Palermo) vive una edad de oro. Cuando se la mire a la distancia, sobrepasará al boom de las artes plásticas en el Reino Unido que se ha llevado la fama mediática en los últimos 20 años.

Lo anterior, sin hablar de la ayuda al desarrollo económico en las naciones menos favorecidas vía donaciones y su nula participación en conflictos bélicos (hasta la pequeña misión hoy presente en Afganistán). Así es como, hoy, a despecho las dos últimas décadas nubladas de Italia y el adocenamiento de Francia, el verdadero centro artístico y de innovación en estilos de vida del mundo occidental está en Berlín. En Latinoamérica, donde por razones históricas su presencia es débil, este resplandor se ha difundido escasamente (aunque esperemos que sea muy influyentes como en el caso de los resultados de las investigaciones del Max Planck Institute sobre el clima del Amazonas). Desconocemos, incluso, que la mayor parte de las manufacturas que usamos, incluyendo las chinas, serían imposibles sin las máquinas-herramientas alemanas que dominan el mercado mundial.

En el plano social propio, Alemania ha construido un estado de bienestar sólido y la democracia más dinámica y real de toda su historia. Basta con conversar con jóvenes alemanes que se enrolan como voluntarios en la lucha contra el analfabetismo en África o las desigualdades en nuestra Latino América, pero también con aquellos sólo viajan en busca de descanso y diversión, para descubrir a personas flexibles, cultas, respetuosas de las formas de vida ajenas, multilingües y amantes del medioambiente, casi lo opuesto al alemán medio de 1935.

¿Cuál es la razón entonces de la dureza de la elite política alemana con el sur de Europa? Se habla del efecto en ella del recuerdo de la hiperinflación de los años 20’ (a la que se le adjudica el posterior ascenso de los nazis). Es totalmente falso. Primero, los políticos en actividad no vivieron ese momento. Segundo, el ascenso nazi fue facilitado no por la hiperinflación, sino por su opuesto, la deflación y el desempleo consecuente. En 1928 las personas sin trabajo en Alemania eran alrededor de 650 mil. Tras el derrumbe de Wall Street, los bancos de EE.UU. pidieron a los alemanes el pago inmediato del dinero que éstos le adeudaban. El cuesta abajo en la rodada resultó imparable. En Enero 1933, apenas antes del ascenso al poder de Hitler, los cesantes ya alcanzaban 6 millones 100 mil. ¿La inflación tan temida? Tomando como base del índice de precios 100 (1929), en 1933 había caído a 85. ¿Cómo se recuperó Alemania? Hitler copió las ideas de unos economistas suecos que, en paralelo a Keynes, habían desarrollado un modelo en que el gobierno impulsaba la demanda agregada si los privados no lo hacían.

¿Cuál es la razón entonces de la dureza de la elite política alemana con el sur de Europa? Se habla del efecto en ella del recuerdo de la hiperinflación de los años 20’ (a la que se le adjudica el posterior ascenso de los nazis). Es totalmente falso.

Los grandes responsables de esta tragedia fueron los cancilleres (jefes de Estado en Alemania) Heinrich Brüning, Franz von Papen y Kurt von Schleicher; todos conservadores, quienes impusieron a sus compatriotas las mismas políticas de austeridad que hoy la Canciller Angela Merkel considera obligatorias para Atenas. Casi parece un chiste cruel que, en estas circunstancias, el partido nazi griego haya salido de la nulidad para obtener el 8 por ciento de los votos.

Hay que decir que la verdadera causa de la ceguera alemana es más terrena y directa: una mezcla de pragmatismo laboral y necedad local. Sucede que los políticos alemanes no quieren perder sus trabajos y como quienes votan por ellos hablan alemán y no griego, han optado por una maniobra ya clásica en política moderna de medios masivos: investir el maquiavelismo de la defensa de sus intereses bajo el manto de la justicia moral. La imposición de paquetes de ajuste imposibles de cumplir a Grecia porque, se pregona, sería injusto que las billeteras alemanas pagaran por el derroche griego (o español), se acompaña de un trabajo diligente para evitar que una eventual salida de Atenas de la zona del euro impacte en el sistema financiero.

Con seguridad muchos diputados alemanes, incluso, son sinceros en su adhesión a la necesidad de castigar a Grecia. Parecen confiar en que al sembrar tales vientos no provocarán tormentas de contagio ni sobre Italia ni sobre España. O que, si las hubiera, Alemania sortearía impasible tales terremotos gracias a la fortaleza de su industria exportadora. En efecto, no es fácil predecir si el nivel de actividad germano ya puede obviar la demanda italo-hispana por tiempo indeterminado. Aunque así fuera, más dudoso es que Berlín soportase airosa el derrumbe súbito de Francia, nación cuya banca posee un alto nivel de exposición a deuda italiana y española. Tal vez Merkel sea astuta y viendo que salvar a Grecia es un caso perdido ante su propios seguidores, haya decidido gasta la “bala de plata” de un paquete de ayuda masivo ya no en Atenas, condenada mediáticamente como una economía “equivalente a las de Dallas-Forth Worth”, sino en España, nación por múltiples razones más cercana a los alemanes.

Alemanes que, por otra parte, según una encuesta de la revista Stern, se declararon opuestos a reactivar la economía griega con préstamos destinados a fomentar el crecimiento (59 por ciento) y apoyaron la postura de Merkel pro austeridad (61 por ciento). La editorial del Bild, el diario más leído del país el día en que Francois Hollande, luego de asumir la presidencia de Francia, llegó a dialogar con Merkel sentenció en tono admonitorio: “Todo el mundo (en Europa) tiene que observar una señal de stop (de la misma manera). No sólo los griegos. Cuando eso esté claro para todos después de esta crisis, Europa va a estar en forma para el futuro de nuevo”. El camino al infierno siempre estuvo empedrado de buenas intenciones de este tipo. El editorialista y los políticos alemanes sufren el mismo problema que muchas personas cuando juzgan a las demás: confunden su yo con lo que los psicoanalistas llaman el “ideal del yo”. Esto es, creen que les piden a los otros que sean como ellos son, cuando en realidad les están pidiendo que sean como un ideal al cual ellos se han sometido. Alemania puede hacer cosas muchos mejores que ésta si quiere salvar al euro y al eurofederalismo naciente.