Se han hecho múltiples comparaciones entre las guerras de Afganistán y Vietnam. Una de las más socorridas alude al efecto del retiro estadounidense sobre la credibilidad de sus compromisos de seguridad: si no cumplió sus compromisos con Afganistán (como tampoco lo habría hecho con Vietnam), ¿por qué habría de cumplir sus compromisos con Alemania o Japón?

Esa comparación parte de premisas cuando menos discutibles. En primer lugar, mientras Estados Unidos tiene acuerdos formales de seguridad con Alemania (la OTAN) y con Japón (el Tratado de Seguridad y Cooperación Mutua), para efectos prácticos, la invasión y ocupación de Afganistán no dependió de acuerdos con actores de ese país, incluyendo al régimen político creado por las fuerzas ocupantes (un régimen con tan escasa legitimidad, que ni su propio ejército lo defendió de una amenaza tan maligna como el movimiento talibán).

En segundo lugar, lo que haga o deje de hacer Estados Unidos en un país de escasa relevancia en el sistema internacional (como Afganistán o Vietnam), no es un indicio de lo que estaría dispuesto a hacer si, por ejemplo, se desatara una guerra que involucre a aliados que representan dos de las mayores economías del mundo (como Alemania o Japón): todo actor racional comprendería que la importancia de los intereses en juego no es la misma.

En tercer lugar, si algo debiera llamar la atención de sus intervenciones en Afganistán y en Vietnam, es el inmenso costo que Estados Unidos estuvo dispuesto a asumir para defender a regímenes de poca relevancia para sus intereses globales: en Vietnam llegó a desplegar medio millón de efectivos, perdiendo la vida 58.000 de ellos. Por eso creo que se equivoca el reconocido historiador Niall Ferguson cuando en un artículo reciente sostiene que “la humillación de los Estados Unidos en Indochina sí tuvo consecuencias. Alentó a la Unión Soviética y sus aliados a causar problemas en otros lugares […] como Afganistán, que invadió en 1979”. Es discutible que esa invasión fuera una acción ofensiva para aprovechar la debilidad que Estados Unidos habría mostrado al abandonar Vietnam en 1975: es más probable que haya sido una acción defensiva para evitar la irradiación del radicalismo islamista sobre las repúblicas soviéticas de mayoría musulmana. Lo sugiere, por ejemplo, el hecho de que, quince años después de que Estados Unidos abandonara Vietnam, el país que perdió a todos sus aliados antes de desaparecer fuera la Unión Soviética (en parte, precisamente, por el costo que significó la ocupación de Afganistán).

Por último, diversas experiencias históricas indican que el temor de los gobernantes estadounidenses a ser percibidos como poco confiables o débiles no guardaba ninguna relación con la realidad. Jonathan Mercer cita al Secretario de Estado, Dean Acheson, sosteniendo en 1950 que los aliados estadounidenses debían estar “cerca del pánico, en espera de ver si los Estados Unidos se deciden a actuar” en Corea. Añadiría luego que China debía creer que los Estados Unidos se mostraban “demasiado vacilantes como para defender su posición” en la península coreana, siendo por ello vulnerables frente a cualquier intento de intimidación.

Sabemos hoy que nada de eso era cierto. Así, mientras un ministro británico de la época declaraba que Corea del Sur era “una obligación más bien distante”, los gobernantes franceses se sorprendían de que Estados Unidos estuviese dispuesto a iniciar una guerra de gran calado por un país relativamente menor. Mao Ze Dong no sólo creía en la firmeza de la posición estadounidense en la península coreana, sino que creía además que China sería la siguiente víctima, razón por la que intervino preventivamente en la guerra de Corea.

 Y, con base en documentos desclasificados por Rusia tras la Guerra Fría, Ted Hopf demostró que los soviéticos estaban sorprendidos por el enorme costo que Estados Unidos asumió en un país como Vietnam, de escasa relevancia para sus intereses globales.